GAMBITO DE PEON

6/03/10

Septiembre 2005


Trama

Los rasgos jóvenes y torpes del escepticismo anticipan, como es típico, a la madurez.

Vive, (por supuesto, simultáneamente muere), y nada hay que le indique que las cosas puedan no ser como son, o que él mismo pueda no ser lo que es.

Con el paso de los años lo embellece una humilde y consistente coherencia. Quizás sea ya sabio.

Un detalle mínimo, fugaz, que capta como por azar ya siendo muy anciano, le insinúa que la única distancia real que media entre el mundo, y su mundo, es ésta: él existe y ha existido, solo y solamente, en el último.

Mónica Belevan

gambito Viernes, 30 Septiembre 2005 00:31


La pieza desconocida

Antes de mi primera partida, los grandes me enseñaron las reglas del juego. “No eres peón”, me dijeron, “así que nada de dar saltitos. Tampoco eres torre, así que cuidate de las zancadas largas. Las diagonales son territorio de los alfiles y ellos odian ser interrumpidos. Si fueras cabello, te dejaríamos trazar eses, pero sabes bien que no lo eres. El rey es una dama coja y la dama es un rey con alas, dos cosas que no te corresponden”. “Entonces”, les pregunté sorprendido y un poco furioso, “¿quién soy yo y cuáles son mis funciones?”. “Tú tranquilo. Cuando llegue la hora tu instinto dictará las respuestas”.
Llegó el gran día y yo seguía tan confuso como siempre. Las pálidas, nuestra rivales de toda la vida, estaban perfectamente alineadas y nos miraban con sorna y compasión. Las primeras movidas se sucedieron sin novedad, en esa calma aburrida que acompaña los inicios. Yo seguía las acciones de mis compañeros desde atrás, apostado como un testigo inútil, hasta que el caballo izquierdo me guiñó el ojo y supe que era mi momento. Di un pasito y me quedé congelado. ¿Qué hacer ahora? “Ni modo”, pensé, “el todo por el todo”. Presa de una rara excitación, cerré los ojos y me lancé. Todo habrá durado una fracción de segundo, pero cuando los abrí estaba al otro lado del tablero, bajo la mirada feroz de una torre nívea que parecía a punto de aplastarme.
Fue mi última partida. Después de la derrota me jubilaron.

Luis Hernán Castañeda
Autor de la novela Casa de Islandia

gambito Jueves, 29 Septiembre 2005 20:25

La casa en miniatura

Esa tarde, fui a la tienda de casas en miniatura, a comprarle una a mi hija como regalo de navidad. La tienda era colorida, rojo y verde en las alfombras y en las paredes, y estaba llena de adornos de porcelana, unos cuantos Lladrós que me hicieron recuerdo a mamá, inveterada coleccionista. En una esquina, un par de leños chisporroteaban en una chimenea y le daban calidez al recinto. Un gato se acurrucaba sobre una vieja mecedora junto a la vitrina de la entrada. Había mucha gente agolpada sobre las mesas, contemplando y discutiendo los diversos modelos en venta. Una casa estilo Tudor, un bungalow tropical, una moderna residencia a la Frank Lloyd Wright: era admirable la detallada minuciosidad y elegancia de los modelos. Al verlos, uno podía comprender algo de la locura que habían ocasionado en el país esa temporada de navidad. Todavía no justificaba a mi esposa, que se la había pasado llamándome al trabajo las últimas tres semanas y dejándome notas bajo la almohada, pero al menos la entendía un poco más.
Me acerqué a una casa muy parecida a la mía, con sus paredes de ladrillo visto y su amplio balcón. Vi el perfil de una mujer en una de las
ventanas del piso superior. Agucé la vista: la mujer tenía la corta
cabellera castaña, mejillas huesudas y un collar de perlas en el cuello.
Sentí un deseo inmenso de hablar con ella. Me descubrí tocando el timbre de la casa. Escuché los fastidiosos ladridos de un pekinés, luego los pasos presurosos de alguien que se acercaba a la puerta. Era un hombre robusto y de pelo canoso. Me preguntó qué quería. Le dije: me gustaría hablar con su hija. Me miró con desconfianza. Me hizo pasar al living, me ofreció asiento y desapareció. Me quedé mirando los cuadros: reproducciones de Duchamp y Warhol y de alguien que se había hecho famoso haciendo reproducciones de Duchamp y Warhol.
Pasaron las horas. La mujer de la ventana no venía. Mi esposa estaría
preocupada por mí, y quizás habría llamado a la policía. O quizás no, y
esto sólo era una trampa para deshacerse de mí. De pronto, sentí que
alguien alzaba la casa y se dirigía con ella a la parte trasera de la
tienda, donde la colocaba en un cajón lleno de papel periódico y bolas de plastoformo.
En la oscuridad, sentí que un perfume de mujer se acercaba hacia mí. Me pasé la mano por el pelo; necesitaba un espejo. Pensé en mi esposa. Me dije: ojalá hubiera cerca una iglesia en miniatura, para ir a confesarme como siempre lo hacía, desde mi matrimonio doce años atrás, después de cada cruel y memorable infidelidad.

Edmundo Paz-Soldán
Autor, entre otros libros, de Amores imperfectos, Sueños digitales, Río fugitivo y El delirio de Turing.

gambito Miércoles, 28 Septiembre 2005 10:09


Puedes abrir los ojos

Ocurrió mientras dormía. Soñó que había muerto y que estaba en mitad de la noche, desorientado y solo como jamás antes se había sentido en ningún lugar. Pensó en ese instante que la muerte podría ser algo parecido a aquello, si no fuera porque siempre había oído que la muerte era un túnel en cuyo final se vislumbraba la claridad del otro mundo. Miró a un lado y a otro, restregó sus ojos buscando un motivo para aquella oscuridad absoluta. Se sintió flotando en ninguna parte, a merced del pánico y de la locura. No saber dónde se encontraba, no hallar un camino, un río o un cielo de otoño le resultaba horrible, pero estar solo, sin esperanzas de tocar una mano amiga, de besar unos labios encendidos, de guarecerse en el vientre de una mujer cualquiera era parte de una pesadilla de la que no le iba a ser fácil salir.
Recordó entonces que cuando era niño apretaba los ojos y se agarraba a la ropa de la cama para saltar del abismo del sueño a algún lugar seguro. Recordaba la mano cálida de su madre sujetándolo en la caída mientras le susurraba palabras de alivio y le decía que debía levantarse para ir a la escuela, que ya era la hora del desayuno. La felicidad consistía en aquel tiempo en abrir los ojos y comprobar que todo había sido un sueño y que su madre le sonreía a los pies de la cama.
En cambio ahora estaba en mitad de la pesadilla y su madre ya había muerto y nadie lo esperaba en la escuela. La noche infinita era toda su herencia, el temblor de la penumbra y la zozobra de lo desconocido, no había manos ni labios ni vientre cálido que lo acogiera. Por eso le extrañó reconocer el timbre y sentir el olor de un cuerpo familiar, como entonces, aunque ahora eran otras las palabras, distinto el tono y triste la voz que le decía con pesar ya estamos juntos al fin, hijo, ya puedes abrir los ojos.

Pascual García
De El secreto de las noches, inédito.
Autor de los libros de cuentos El intruso (Barcelona, 1995), Todos los días amor (Madrid, 1999) y la novela Nunca olvidaré tu nombre (Barcelona, 2003).

gambito Martes, 27 Septiembre 2005 10:48

Continuidad

De repente, como si se viera ante sus propios ojos entendió la pésima idea de seguir teniendo hijos, el diario llegar a casa, los malos desayunos, la camisa mal planchada. El tercero sin planificar, El primerizo, Lucas, igual que su abuelo, el sexo diario sin amor, la primera vez que hizo una fiesta en casa y tuvo que retirar el ahorro del banco para pagar la orquesta. Aquella entrevista de trabajo, sin suerte, y cuando tuvo que decidir entre su pareja y la carrera, cuando estrelló el auto de papá, el amor diario sin sexo, esos rizos y esa forma de sonreir de Claudia, la secundaria perpetua, la primaria y el salón 401 del tercer año de aquella media mañana que le llegó el oráculo como un rayo. Observó a sus compañeros de clases y comprendió la mala idea de tener hijos dentro de 20 o 33 años.

Juan Takehara M.

gambito Lunes, 26 Septiembre 2005 08:46

Cien años de perdón
En casos como estos, no falta quien se atreva a hablar de los avisos previos que uno está obligado a descifrar. Permítanme contradecir, sin ánimo de justificación claro está, tan obscena mentira. Creen acaso que me hubiese negado a beber —ebrio de agradecimiento— la verdad a blanco y negro de alguna misiva anónima. Ninguna amistad que se acercara compungida y cariñosamente a sugerir: … sabes, querido, me pareció verlos en el estreno de Swet & London este jueves, pero no, no podían ser ustedes, ella es mucho más hermosa en traje de noche y tú, definitivamente no eres tan alto. Nada de inexplicables extravíos de, qué sé yo, sujetadores de cabello, pendientes de fantasía. Puedo jurar que el reloj que heredó de su madre reptaba sobre la estrechez de su muñeca izquierda en idéntica posición al despedirnos y al reencontrarnos. Por dios, créanme, jamás sus pequeños zapatos regresaron a casa cargados de arena, signados con la llama invisible de largos paseos sin lluvia o del recuerdo apagado y triste de una alfombra de hotel. Jamás. Y así, díganme ustedes, cómo pueden explicar que hoy, al llegar a casa, me haya encontrado con sus maletas tendidas sobre la cama y a ella refugiada en la orilla más cercana al velador para luego escucharla decir, entre solemne y distante, que regresa a casa, que extraña a sus hijos, que ha hablado con su marido, que él ha jurado no volver a ponerle la mano encima, no tratarla tan mal.

Augusto Effio
(de Lugares comunes, inédito)

gambito Domingo, 25 Septiembre 2005 10:42 Enlace Permanente Comentarios (0)

Desaparecidos
Nunca creí en los mitos pero siempre me gustó escucharlos. Recuerdo que cada amigo del colegio tenía siempre una historia interesante qué contar. Una vez, mi enamorada me confesó que hacía meses un amigo suyo se había ahogado en la laguna de Quistococha y que su cuerpo no se había encontrado. “¿No es demasiada casualidad, Ed?”, me preguntó esa tarde, mientras tomábamos sol en la playa de la laguna. “¿No se lo habrá llevado la sirena?”. Teníamos catorce años y a esa edad ya sabíamos del rumor: una sirena solía atrapar cada mes a un iquiteño. Pero me olvidé del asunto, seguí mi vida de estudiante y me casé. Un fin de semana, mi esposa y yo fuimos a bañarnos en la laguna. Mientras comíamos luego de darnos un chapuzón, ella me contó que un amigo de su hermano había desaparecido de Quistococha a los once años. Como nadie lo vio nadar, se pensaba que había sido raptado por algún lugareño. Mi mujer en ese almuerzo tenía un rostro desconcertado y yo intuía por qué. “La sirena”, me dije, pero no quise incomodarla más. Lo cierto es que se negó a que volviera a bañarme el resto del día. Cuatro años después nos divorciamos. Perdí el empleo. Enfermé de úlcera. Por esos trágicos días Laura me llamó para decir que se iba a vivir con su nueva pareja en Miami. “Mi hermano tiene un trabajo para ti”, fueron sus últimas palabras, “te ruego que vayas a verlo”. Y lo hice. Un trabajo de guía. No dudé en aceptar el puesto y así comencé mi nueva labor, de modo que cada día tenía que acompañar a un grupo de extranjeros por los lugares turísticos de Iquitos, sobre todo verlos bañar y disfrutar de las aguas de Quistococha. En un mediodía soleado, un grupo de canadienses se metió a la laguna para jugar con una pelota de voleibol. Todo estuvo tranquilo hasta que alguien decidió bucear. No me rehusé. Cogí los binoculares y lo vigilé desde mi sitio. El hombre nadaba y se zambullía sin percances, a un ritmo tranquilo. Hasta que lo perdí de vista. Tenso, luego de una infructífera espera, miré al resto de turistas que aún seguía en el agua. Estaban tan contentos de estar allí, tan satisfechos de jugar a orillas de la laguna, que preferí guardar silencio. Ninguno merecía ir en busca de una sirena.

Edwin Chávez
Autor del libro de cuentos 1922
gambito Sábado, 24 Septiembre 2005 16:49

Blanchot
1
No, no hay ninguna explicación para saber cómo y por qué nos sometemos a una sola persona. O por qué una mirada nos persigue y no nos deja dormir. O por qué esta canción de Louise Attaque, que no le gustaría, me hace escribir como si viese la secuencia de una película desplegarse frente a mí. Tan, tan, tan, hum, hum, hum, tam, tan, tam, tres tempos y luego silencio y de nuevo, tres tempos. Primero, es ese cuerpo que se levanta en una sala y que sólo puedo ver desde lejos, intuir una transpiración, una especie de resistencia natural, casi un malestar. Secondo, luego viene el encuentro, seis años más tarde, en el jardín de la editorial Gallimard, hablamos de Maurice Blanchot y de Louis de Forets. El sol caía obliterando los árboles y él temblaba como una roca sobre su eje, reía, y su risa, o alguna frase suya, me parecen el esmalte de alguien que puede quebrarse si lo empujan un poco, un poco hacía el vacío.

2
Y luego (tercio) está el departamento sombrío de la calle Vaugirard, los libros que se publican y que no significan nada, no consiguen arrancarle nada extraordinario a la vida. Escucha: Maurice Blanchot, vivía como un funcionario. Yo miraba desde una ventana un bosque inmenso, como no existen en el Perú, segura de que quiero deshacerme de esa mirada que se abre como un abismo y hace que todas las experiencias me atraviesen fragmentando una cierta unidad, un cierto parecido a mí misma. Después son esas coincidencias que no queremos pensar que son un azar, el encuentro en el tiempo, la misma música, Blanchot y Louis de Forets. Yo sé que han sido muy amigos, sé que los dos están fascinados por la música, el desarraigo, seguro, las mujeres.

3
Y yo asumí (no hay cuarto), de alguna forma ese cuerpo de hombre maduro bañado de la risa joven, asumí su manera de sentir que los libros no son nada, no pueden nada, así como resumí su mano extendida con las piezas que no sabe poner en una máquina de café como una forma de lealtad absoluta a mi persona, como una entrega. La casa de Blanchot, como el refugio perfecto para empezar a escribir algo sobre ese encuentro, o mejor dicho, sobre un hombre, un determinado hombre que mira como si fuese a desaparecer después de ese encuentro, y empezar escribiendo que no lo conozco a pesar de que está muy cerca de mí y entrar y salir de la casa de Maurice Blanchot sin saber si es del todo cierto, al final si no lo escribo, dejará de existir.

Patricia de Souza
Autora de La mentira de un fauno, El último cuerpo de Úrsula y otros libros.
gambito Viernes, 23 Septiembre 2005 20:18

Noesis
Vivir en función de un sueño fue, para Aristocles, no sólo una forma de vida, sino, sobre todo, una manera de no sucumbir ante la mediocre comodidad que le imponía su entorno. Cuando por tercera vez intentó instaurar su Estado ideal en Siracusa, el destino le jugó doblemente en contra: un nuevo fracaso, con el agravante de ser vendido como esclavo. La historia oficial –la versión de lo políticamente correcto– registra que fue prontamente redimido por un benefactor. Lo cierto es que, ante el ofrecimiento de recobrar su libertad, Aristocles enfrentó un dilema fundamental: seguir la vía de la felicidad o someterse a la parafernalia de la fama, en otras palabras, negar la veracidad de los sentidos para no poner en peligro los postulados del pensamiento o sacrificar las deducciones lógicas del pensamiento a fin de salvar los datos de la experiencia. Pero los dilemas son irremediables, particularmente cuando la tercera vía (suponer la existencia de dos mundos reales pero distintos, aunque uno más plenamente real que el otro) es producto de una madurez que tarda en la quimera de consolidar la identidad del individuo. Así, Aristocles, empujado por la vehemencia de ser un sujeto de cambio continuo, no obstante la inalterabilidad del concepto, siguió siendo arquetípicamente esclavo en la isla mediterránea, mientras que en su amada ciudad logró adquirir los bellos jardines cercanos al santuario de Academo, para dedicarse mundanamente a la enseñanza e investigación, y a escribir, a hurtadillas, sobre su más caro sueño: el desentrañamiento del misterio de la felicidad más allá de su prodigiosa intelección.

José Donayre
De Horno de reverbero (inédito)
gambito Jueves, 22 Septiembre 2005 20:11 Enlace Permanente

El mimo
El mimo de la plaza Abaroa ha ido, con el tiempo, perfeccionando su arte. Cuando comenzó a hacer sus figuras en torno a la fuente desprovista de agua, solía utilizar un gesto o movimiento para cada palabra. Las contorsiones de sus piernas y sus manos, la multitud de expresiones que extraía de sus ojos y sus labios, servían para contar en detalle largas historias: un relato podía durar toda una tarde. Los transeúntes se detenían, disfrutaban de un fragmento de la historia, y reanudaban al rato la marcha, para desconsuelo del mimo, dejando unos pesos en el sombrero de copa que yacía en el suelo, sobre un saco negro.
El mimo quería que los espectadores no se fueran con el relato a medias. Y poco a poco fue aprendiendo a condensar largas parrafadas en sus gestos, a tornarlos cada vez más abstractos. Ahora, con un leve movimiento de su párpado derecho, es capaz de contar la historia de Shang Li, que fue abandonada por sus padres a la puerta de un templo en las afueras de Shangai, pero que, gracias a los cuidados de los monjes a cargo del templo, creció hasta convertirse en una joven hermosa y muy inteligente, lo cual llevó a la perdición a uno de los monjes, pues este se enamoró y prefirió quemar el templo a confesárselo -respetaba mucho su juramento religioso-, hecho que produjo un gran sentimiento de culpa
en Shang Li, quien, en penitencia, decidió cortarse la lengua, o quizás
sospechaba que ese sería su castigo y era mejor anticiparse a él.
Los transeúntes aplauden, discuten por un momento, de manera acalorada, los equívocos significados del leve movimiento del párpado derecho, y luego terminan coincidiendo en algo: quizás si la historia pudiera contarse de manera aún más condensada, podrían disfrutar mucho más de ella.
El mimo mueve la cabeza de izquierda a derecha -gesto inequívoco, este sí, de desconsuelo y resignación-, e inmediatamente se pone manos a la obra.

Edmundo Paz-Soldán
Autor, entre otros libros, de Amores imperfectos, Sueños digitales, Río fugitivo y El delirio de Turing.
gambito Miércoles, 21 Septiembre 2005 22:47


Otra lucha con el dragón
Aunque he leído ya esta historia, estoy por repetirla: mi padre me llama y debo ayudarlo a matar al dragón.
Observo la escena desde fuera, desde la lectura, y me pregunto si la vida tiene la obligación de su crudeza, inmediatez y candor; o si está hecha de citas obligatorias, como si fuese una enciclopedia de escenas ilustres, una comedia de la letra.
Mi padre lucha laboriosamente con el dragón. Es una serpiente respetable, cuyo papel en esta escena debe ser lo único original. Parece, por eso mismo, atrapada en su ignorancia, peleando con una seriedad patética, de antemano resuelta por una página previa. El dragón, me digo, es anterior a la letra, y debe agonizar en su misión, sospechando que es un personaje derivativo en manos de estos héroes reluctantes. Quizá imagina que es el verdadero héroe de esta historia y que nosotros somos del partido del horror.
En todo caso, mi padre me llama y acudo sin mayor convicción, aunque dispuesto a cumplir mi parte. La gran serpiente se enrosca en su cuerpo; él no se inmuta, y la doblega, casi de memoria. El desconcierto del animal es patente; me mira con alarma, sabiéndose perdido.
Aplico toda mi fuerza para retenerlo, vencido, en el suelo; y sólo entonces descubro algo que no había leído: mi padre esperaba ese instante para zafarse de su tarea, y con alivio, dejar el monstruo a mi cargo. Estoy por protestar, pero entiendo la ironía simétrica que nos cita: el dragón es un mero pretexto, la verdadera trama es esta sustitución del hijo por el padre; esta suerte de origen de la letra misma. Piso la cabeza inmóvil del monstruo mientras mi padre se aleja, sin ocultar su alegría.
Tendré que pasarle este trabajo a mi hijo, aunque no llevo prisa.
Espero que el dragón me de alguna guerra, para al menos introducir una ligera variante en esta larga cita.

Julio Ortega
Autor de la novela Habanera.
gambito Martes, 20 Septiembre 2005 19:45


Barca sobre el Rímac
Habría que ser gusano para no hundirse en ese humilde zampán, o enfangarse, decenas de kilómetros antes de llegar al océano de corrientes heladas, de abismos apoyados sobre escurridizas placas tectónicas. Pero nadie podía frenar a Jonás, seguro de poder completar con éxito la travesía Ricardo Palma-Oceano Pacífico con un bote de hule reforzado. "Son sólo sesenta y tantos kilómetros", me dijo mientras veía el sol ponerse entre dos columnas de cerros pelados. El disparate era tan básico que no cabía discusión. "La travesía debe ser nocturna". Al menos era febrero y el río andaba ruidoso, como debía ser; sin duda podría avanzar algunos metros sin encallar. Jonás empezó a avanzar hacia el grueso de la corriente, con el agua hasta las rodillas, el bote sobre la cabeza y una mochila con un termo de café, curitas, una chompa y una toalla —debidamente embolsadas para evitar la humedad—. Nadie sino yo sabía de los alucinados planes de Jonás; parte de su idea de hacer de noche el viaje era la de evitar a los curiosos (conocemos bien a los curiosos; no hacen "hola" con la mano; no gritan "buen viaje". Insultan, se burlan, hacen pingas enormes levantando ambos brazos; tiran piedras).

Una foto antes de la partida: Jonás levanta un remo con su brazo izquierdo, el derecho se apoya en una pared de barro seco y cantos rodados que es a veces también lecho del río, pero no hoy que se deja tocar. La cámara es barata, se perderán los detalles: el pañuelo atado a la frente, el lapicero en el bolsillo —¿pensaría tomar notas?—, el reloj sumergible. La fotografía será sólo el bulto negro de Jonás claramente recortado contra un cielo rosa.


Pedro Pérez del Solar
gambito Lunes, 19 Septiembre 2005 20:23


Cuento de terror
A Fernando Iwasaki

Me desperté afeitado.


Andrés Neuman

gambito Lunes, 19 Septiembre 2005 19:42


La felicidad
Me llamo Marcos. Siempre he querido ser Cristóbal.
No me refiero a llamarme Cristóbal. Cristóbal es mi amigo; iba a decir el mejor, pero diré que el único.
Gabriela es mi mujer. Ella me quiere mucho y se acuesta con Cristóbal.
Él es inteligente, seguro de sí mismo y un ágil bailarín. También monta a caballo. Domina la gramática latina. Cocina para las mujeres; luego se las almuerza. Yo diría que Gabriela es su plato predilecto.
Algún desprevenido podrá pensar que mi mujer me traiciona: nada más lejos. Siempre he querido ser Cristóbal, pero no vivo cruzado de brazos. Ensayo no ser Marcos. Tomo clases de baile, repaso mis manuales de estudiante. Sé bien que mi mujer me adora. Y es tanta su adoración, que la pobre se acuesta con él, con el hombre que yo quisiera ser. Entre los fornidos brazos de Cristóbal, mi Gabriela me aguarda ansiosa con los brazos abiertos.
A mí me colma de gozo semejante paciencia. Ojalá mi esmero esté a la altura de sus esperanzas y algún día, pronto, nos llegue el momento. Ese momento de amor inquebrantable que ella tanto ha preparado, engañando a Cristóbal, acostumbrándose a su cuerpo, a su carácter y sus gustos, para estar lo más cómoda y feliz posible cuando yo sea como él y lo dejemos solo.

Andrés Neuman
Autor de libros como El que espera, El último minuto, Bariloche y otros más.
http://www.andresneuman.com

gambito Lunes, 19 Septiembre 2005 19:33


Crueldad del ajedrez
El ajedrez es, como se sabe, un juego cruel. Su mayor crueldad reside en que el rey no tiene amigos.

Instalado en estrecho territorio, resignado a movimientos mediocres y determinados por otros, el triste monarca está rodeado sólo de vasallos, cortesanos, máquinas de guerra y adversarios. Y una dama demasiado poderosa.

La mayor parte del tiempo el rey se limita a observar cómo van cayendo todos, hasta quedar desguarnecido. Rara vez es artífice de una victoria. La derrota, en cambio, le es imputable siempre.

Pobre rey de palo. Cuánto daría por tener alguien con quién tomarse un café, echarse un conversadito y, eventualmente, jugar ajedrez.

Carlos Herrera
(De Crueldad del Ajedrez, 1999)

gambito Lunes, 19 Septiembre 2005 00:01


El hombre que amaba a las mujeres
A los quince años de edad, se sonrojaba violentamente cuando alguien le preguntaba por qué no tenía novia. Cuando cumplió los veintidós, le sugirieron con suma amibilidad que se consiguiera una amiga para los fines de semana, alguien con quien descargar sus penas, y él se encogió de hombros con cierta indiferencia forzada. Diez años después, en una reunión de ex–alumnos universitarios a la que todos asistieron con sus esposas, algún despistado quiso saber si ya había conocido al “hombre de su vida”, comentario que le arrancó una sonrisa despectiva y terminó de destruir, con una facilidad impresionante, una de las pocas amistades que le quedaban. El día de su cumpleaños número treinta y siete visitó por primera vez a un psicoanalista, pero el hombre, un estafador de lentes redondos y barbita de chivo, profirió tales obscenidades acerca de su madre que no le quedaron ganas de regresar a su consulta. Había cumplido los cuarenta y nueve cuando la última mujer se le ofreció como acompañante, y luego de rechazarla cortésmente como a las ochenta y siete anteriores, supo que lo esperaba un porvenir dorado. Entre los cincuenta y los sesenta no hubo incidentes desagradables. Un día, rozando ya una vejez cierta, la morena de bonitas piernas que le vendía los cigarrillos en la tienda de la esquina se lo quedó mirando largo rato, pero no se atrevió a decir una palabra. Tiempo después enfermó gravemente y, aunque la recuperación fue absoluta, ya no se le vio salir a la calle. Postrado en su lecho, pensaba diariamente en la posibilidad de fingirse muerto para evitar, con absoluta seguridad, la segunda posibilidad mucho más disparatada de que alguien – una turista perdida, una loca suelta – tocara la puerta de su casa y él tuviera que saber que allí estaba ella. No hay motivos para pensar que su muerte fuera dolorosa. Lo encontraron con las manos sobre el pecho y una sonrisa de felicidad cuya causa sigue siendo inexplicable. A su funeral asistieron dos o tres amigos fieles, tres o cuatro primos que reaparecían después de medio siglo y una cantidad bastante respetable de mujeres medianamente guapas que lloraron más por ellas mismas que por el responsable de la ceremonia.

Luis Hernán Castañeda
Autor de la novela Casa de Islandia
gambito Domingo, 18 Septiembre 2005 04:09


El salón de los muertos

Andrés Trapiello ha conseguido que todo el mundo sepa que en las casas antiguas había un Salón Chino, un Salón Pompeyano, un Salón de Baile, otro de Retratos y un salón que llamaban de Pasos Perdidos y que comunicaba con todos los demás. Sin embargo, en la casa limeña de mi abuela había un salón inquietante y distinto: el Salón de los Muertos, donde velaban a nuestros familiares a medida que iban muriendo. Y una noche de 1970, cuando tenía ocho años, me obligaron a dormir ahí.
Durante la promoción de Ajuar funerario, mi último libro de microrrelatos de terror, los periodistas querían saber cuánto de Poe, Lovecraft o Hoffmann crepitaba en aquellas historias, pero yo traté en vano de hacerles ver que fueron las historias de la casa de mi abuela las que me prepararon para leer a Poe, Lovecraft y Hoffmann. Ahora les hablaré de aquella casa, que por cierto fue demolida y actualmente es un bingo.
Era un caserón antiguo, con huerta y corrales para animales, de altos techos y corredores largos, donde las habitaciones clausuradas de los tíos muertos le daban un aire de mausoleo. Mi hermano mayor y yo no podíamos correr de noche por el jardín, porque podíamos encontrarnos con el espíritu irritado de nuestra bisabuela. Tampoco podíamos jugar en un patio interior porque una cruz en el suelo señalaba el lugar donde había muerto una niña mientras saltaba a la soga. En la huerta se le había aparecido el diablo a un chico que fue despedido por ratero, y una puerta medio chamuscada era la prueba del manotazo satánico. Nunca nos acercamos a esa esquina del patio, y especialmente porque el tío Daniel era médico y en aquel cuarto guardaba las calaveras que utilizaba cuando era estudiante.
Abuela vivía con dos hermanas solteras que le hacían la vida imposible a mi abuelo, y con una criada llamada Guillermina, que era en realidad quien mandaba en aquel caserón. Guillermina decía que curaba el mal de ojo, degollaba a las gallinas que almorzábamos los domingos entre mil remordimientos y era la encargada de vestir a los muertos antes de los velatorios. Guillermina se reía cuando mi abuela y mis tías la reñían, y las amenazaba con enterrarlas sin calzón. «Acuérdese que yo la tengo que amortajar, señorita Merce», se reía Guillermina con su carcajada de bruja, y yo me acordaba de «La momia» de Boris Karloff y me negaba a besar a mi tía Merce.
En Ajuar funerario resuenan los ecos de Borges, Quiroga y Maupassant; pero también pululan por ahí el corredor de los cuartos de los tíos muertos, el fantasma irascible de mi bisabuela, la risa heladora de Guillermina, el crucifijo sangriento de la cómoda de mi abuela y aquel Salón de los Muertos donde pasé una noche siniestra de 1970. Abuela estaba muy grave y mamá nos llevó a Lima porque entonces vivíamos en Arequipa, una ciudad de volcanes al sur del país. Mi hermano mayor y yo nos sentimos aterrados en cuanto supimos que nuestras camas se habían preparado en el Salón de los Muertos. «No se les ocurra salir –nos amenazó Guillermina- que esta noche los fantasmas de la casa están hirviendo». Había un cuadro tiznado del Corazón de Jesús, una foto de la niña que se desnucó saltando soga y hasta los cirios con las velas del último velatorio.
Ignoro por qué abuela tenía la curiosa costumbre de contarnos cuentos de terror cada vez que la visitábamos, mas así descubrimos cómo era la soledad de los niños ahogados, el sufrimiento de las ánimas benditas y el castigo eterno de los niños desobedientes. Hoy sé que sólo se trataba de embustes, pero entonces jamás puse en duda que al infierno te podías ir por dormir con la luz prendida, por coger más galletas de la cuenta o por no persignarte al pasar delante de una iglesia. ¡Qué oscuro estaba ese cuarto donde nos habían encerrado! ¿Y si encendíamos las velas? Mejor no, le rogué a mi hermano, porque abuela nos había dicho que las velas de los velatorios atraían a los muertos que habían sido velados con ellas.
Una cosa es el realismo mágico y otra muy distinta la pedagogía teratológica. Pavlov educó a su perro con el condicionamiento clásico, pero yo fui un niño educado con el condicionamiento terrorífico. Si mentía, le apretaba la corona de espinas al Cristo de la cómoda. Si no rezaba, atormentaba a las ánimas del purgatorio. Si decía una mala palabra, podía venir el diablo para abofetearme. Por eso en Lima había tantos terremotos: demasiados pecadores, demasiadas ofensas, demasiados barrabases. Una vez nos pilló un temblor en casa de abuela y jamás olvidaré cómo fuimos obligados a ponernos de rodillas para rezar a gritos: «¡Aplaca Señor tu ira, tu venganza y tu rencor!». Todos esos terrores seguían vagando por mi memoria hasta que los convertí en las perlas negras de Ajuar funerario.
La literatura de horror puede llegar a ser opresiva, pero los recuerdos inquietantes de la infancia son los peores. El niño que fuimos sigue sintiendo miedo y sólo hace falta rasgar el velo, tocar la tecla precisa o hundir el bisturí en el cuerpo adecuado. Todos conservamos en la penumbra del inconsciente una pesadilla, un temor, una culpa o un presentimiento, que -como los perros de Tíndalos- son capaces de olernos y de correr hacia nosotros desde los pantanos más profundos de nuestra memoria. Escribí Ajuar funerario cuando comprendí que a veces sueño que nunca salí del Salón de los Muertos de la casa de mi abuela.
Un periodista me preguntó si los microrrelatos de Ajuar funerario son pastillas para el miedo. No. En realidad son supositorios de terror.

Fernando Iwasaki (Sobre su libro Ajuar funerario)

gambito Sábado, 17 Septiembre 2005 01:04


Vista al vacío

UN ÁNGULO PRODIGIOSO me permitía rozarlo con la mirada y hacerlo pieza cardinal de mi vida. Yo lo observaba con mis prismáticos desde el balcón. Solamente una barrera de aire, setenta metros de oxígeno y nitrógeno, nos apartaban del placer carnal. Lo miraba por las mañanas, cuando se dirigía desnudo al cuarto de baño. Imaginaba su cuerpo impregnado de agua, mojado de los pies a la cabeza. No lo podía ver en el acto por culpa de una muralla de cemento y ladrillos, pero con los ojos abiertos lo soñaba lavándose entero. Me veía con él en la ducha, besando su película cobriza hasta que el agua se helaba y nuestro cuero se convertía en un pergamino jadeante. Lo observaba cuando el sol se ocultaba, regresando de la calle e indagando si tenía algún mensaje grabado, viendo televisión, cocinando. Por las noches siempre hacía el amor. Lunes y miércoles los consagraba a la trigueña; martes y jueves a la pelirroja. El viernes estaba dispuesto para las conquistas pasajeras, sin preguntas ni compromisos, solamente sudor y el más puro cinismo. Los sábados o domingos, dependiendo de su estado de ánimo, fotografiaba a una pareja de lesbianas que compartía sus pasiones ocultas, y si no, sencillamente se tendía en el sofá. Y yo lo espiaba desde mi balcón, hermanada a los prismáticos. Hasta que una mañana neblinosa lo vi contestar el teléfono y acalorarse, colgar el auricular con agobio. No pude sujetar el llanto en el momento que cerró las persianas. Pero luego, cuando adiviné que ya no retornaría a casa, empecé la crianza del cuervo que finalmente me picoteó los ojos.

©Salvador Luis
De Miscelánea o el libro geminiano (inédito), 2002.
www.salvadorluis.net

gambito Viernes, 16 Septiembre 2005 18:27

La almohada
UNA NOCHE QUE no podía dormir mamá me puso «Viaje al centro de la Tierra» debajo de la almohada, y me dijo que si me dormía rápido soñaría con esas aventuras. Y como aquella noche soñé que descendí hasta el centro de la Tierra, desde entonces nunca dejé de colocar debajo de mi almohada los libros, cómics y revistas con los que deseaba soñar. Cuando entré en la universidad descubrí encantado que el truco también funcionaba con los apuntes, los videos y las fotos de mis compañeras. Así me gradué con honores, gané dinero y conseguí todo lo que me propuse, hasta esta noche en que mi esposa me ha amenazado con dejarme si no tiro a la basura mi vieja almohada de cuando era chico. Al menos he logrado que duerma con ella hasta mañana, para que descubra por qué me gusta tanto.
No se imagina lo que he puesto debajo.

© Fernando Iwasaki Cauti


gambito Jueves, 15 Septiembre 2005 17:26


Lenguaje
El rey pretendía comunicarse con su dios para interrogarle por el amor de la reina. No obstante, para lograrlo, él tenía que aprender primero el lenguaje divino, y solo la reina se lo podía enseñar.
©Ricardo Sumalavia

(De Enciclopedia mínima, 2004)

Etiquetas:

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]



<< Página Principal