GAMBITO DE PEON

6/06/10

Mobbing

Para Andrés Neuman


Papá, no vendas mis muletas.




Fernando Iwasaki

Movida

Como puede algo de tiempo pasar todos los cuentos del otro servidor, mejor les dejo el enlace:

http://blogs.ya.com/gambitodepeon/

a partir de ahora colocaré las nuevas colaboraciones desde este espacio. Otra pieza que se mueve.

6/03/10

Diciembre 2005

Flores para Ernestina
Nunca se supo si fue venganza o Ernestina tomó esa decisión. Se le oía decir con frecuencia que buscaba una vida mejor que la de los seres humanos. Su alimentación era frugal: desayunaba margaritas; almorzaba magnolias o azucenas y hacía una cena mínima con una rosa o un clavel. No se debe omitir que estaba comprobado que amaba los jardines y que las flores la consideraban una gran amiga. Cuando se esfumó, porque no se puede dar otro calificativo a su súbita desaparición, hubo variedad de opiniones. El tiempo marchitó recuerdos y voces. Algunos de los muchos que acostumbraban pasear por los jardines dijeron haber escuchado alguna vez una voz muy fresca parecida a la de Ernestina. Añadieron que era como un sonido musical que brotara de alguna flor.

Carlos Meneses (Perú)
gambito Viernes, 30 Diciembre 2005 17:40

EL DINOSAURIO
Había galopado sobre sus huesos anchos y quejumbrosos apenas unos segundos. A él le pesaron demasiado las dos semanas sin verla, y luego de un gemido tosco de moribundo, cerró los ojos para tentar el sueño. Ella prefirió permanecer desnuda, y aprovechó para reconocer los adornos desperdigados por la habitación: la mosca tallada en madera y el mono de felpa con el sexo al descubierto, la disuadieron de seguir husmeando. Tito, le dijo en algún momento, ¿cómo va tu novela?, y él giró sobre su obesidad, con la única intención de no responder. Estando fuera del alcance de su mirada, ella le echó un ojo a la torre de papeles que tambaleaba sobre el escritorio. Sólo la primera hoja tenía dos palabras anotadas (con pésima caligrafía para su gusto): Cuando despertó. Ni siquiera una frase, se dijo, hastiada de tanta holgazanería. Tito, volvió al ataque ella, ¿te gustan los dinosaurios?

Augusto Effio (Perú)
gambito Martes, 27 Diciembre 2005 19:44

ANTES DE LA MOVIDA (Sobre el microrrelato) III
Cuando uno escribe un microrrelato, siempre tiene la tentación de darle un final sorpresivo. Es lo que está más a la mano. Sin embargo, creo yo, hay que evitar caer en este recurso o tener bien en claro para qué lo usamos. Es común hallar cuentos en los que su desenlace, con un supuesto quiebre genial, se resuelve con un personaje que ha venido soñando todo lo anterior y su madre lo despierta para que vaya a la escuela o al trabajo, o que la gran batalla resultó ser la final de un campeonato local de fútbol, o que el ajusticiamiento o decapitación en realidad se trataba de una cebolla rebanada. Esto demuestra, obviamente, poco oficio o menos ingenio o simple pereza en su autor. El final sorpresivo no debe verse como el recurso decisivo para el buen funcionamiento del cuento, y en especial del breve; pues su lectura se reduciría terriblemente a un banal efectismo. Este final debe ser un elemento más en el texto. Su efecto debe residir en ser un falso final; que el lector crea, por un momento, que todo se decide en sus últimas palabras. Pero no es así. El lector más avisado sospechará que hay algo más tras ese desenlace. Quizás no sepa finalmente de qué se trata, pero esa ignorancia será placentera.

Ricardo Sumalavia.
gambito Domingo, 25 Diciembre 2005 19:09

Libre elección
Recién entonces comprendió que la realidad es como el interior de unhuevo: Rota la cáscara de los prejuicios, los lugares comunes y lasverdades hechas, se puede servir frito, revuelto o pasado por agua.

Peter Staiger (Chile)
gambito Domingo, 25 Diciembre 2005 10:25

Plácido placer aeroplánico
Quiero escribir el cuento de un vuelo, un vuelo en aeroplano, looping the loop plácidamente en el cielo azul. Pero hay una nube maligna. (Nota: el piloto es novato y no sabe de nubes malignas.) El aparato pasa debajo de la nube que lo succiona como a un mosquito. Dentro está borrascoso y hay una corriente de aire vertical. El aeroplano sube vertiginosamente mientras el fuselaje retiembla y se arruga. El piloto se muere de frío y de miedo, cristales de hielo le lastiman la piel y se ahoga, no sabe si por la altura o por el pánico. Se aferra a la esperanza de que la corriente sea circular, que se invierta y que, de un momento a otro, lo lleve hacia abajo y lo escupa de nuevo al cielo luminoso. En efecto, desciende tan vertiginosamente como había subido, el fuselaje retiembla (más) y se arruga (más). Está al borde del desmayo. Cuando la nube lo libera, el aeroplano es un bollo de metales retorcidos. Casi sin conciencia, el piloto toca un botón y, por milagro, es despedido. También milagrosamente el paracaídas se abre, está hecho de gajos de todos colores y el cuerpo exánime se balancea con suavidad en el aire quieto. Vistos desde abajo, contra el algodón estático de la nube, el hombre y su paracaídas se ven muy hermosos y transmiten una inefable sensación de placidez.

Raúl Brasca (Argentina)
gambito Sábado, 24 Diciembre 2005 10:42

Pulseada
Todos los días durante veinte años, la mujer espió desde su ventana al hombre que pasaba largas horas inmóvil frente al mar mirando fijo hacia el sudeste. Hasta que un día, a las diez de la mañana, lo vio demudarse y abandonar su puesto de observación. Sin saber por qué, se puso a llorar. Del otro lado del mar, a la misma hora, una mujer que acababa de abandonar su ventana después de veinte años, había corrido por la playa hasta el hombre que pasaba largas horas mirando fijo el mar hacia el noroeste y lo estaba besando. Cuando sus labios se separaron, este segundo hombre volvió a tender la mirada sobre las olas: la del otro ya no la interceptaba. Entonces tomó a la mujer por el hombro y se fueron juntos. El primer hombre y la primera mujer aceptaron la derrota. Ella cerró su ventana para siempre y él se recluyó en soledad durante el resto de su vida.

Raúl Brasca (Argentina)
gambito Sábado, 24 Diciembre 2005 10:41


Poesía y verdad
La tarde en que ella se paró delante de ti como hombre y te trató como mujer, te dijiste que escribir no servía para nada, y escribir poesía menos que eso. De regreso a casa, todavía sentías el acelerador del carro en los oídos, corroyendo implacablemente esa música de fondo a caballo entre "Angie" y "La Bohemé". Esos versos no podían fallar, mascullabas; pero fallaron, así como tu malditismo y tu rebeldía surrealista, justo en el momento en el que el más burgués de los burgueses, la bestia ágrafa, tomaba de la mano a tu novia, le abría la puerta del convertible y se cagaba, meaba y de paso escupía en el centro de tu reconciliación, de tus pretensiones, de tus sentimientos, de tu poema, de ti. Ese auto merecía una bolsa de caca subversiva, pero tú, en cambio, lo envidiaste en la misma proporción en la que crecía tu vergüenza por notar que su camisa valía mucho más que tu reloj y tu celular juntos.La poesía no servía para nada: las chicas no se pueden subir encima de ella y pasear orondas su cabellera con olor a champú frutado. Con la poesía no se puede meter mano. Pensabas. Pensabas y pensabas. El camino se duplicó y, al cabo de unas cuadras, se elevó al cuadrado. Sentías las suelas pegajosas, que escurrían versos o sus abortos, el rostro de Katerina, su boca que con dos letras acababa con todo tu léxico aprendido a trompicones. Confirmado, para nada, para nada, pero ahí estaba, acompañándote de regreso, quizá ella fue la que te hizo doblar en esa esquina de turras hepáticas y mustias voluntades. Hola, Julián, cómo te fue con... ya veo, nada compadre, para nada, casi como un reflejo, una perra, qué va, a chupar por eso, por las putas y por las santas. De cualquier forma, ya te había cagado. Chupaste. Chupaste como glorioso, total, la plata era para sacarla al cine y ella debe estar con el patita en un hotel, sí o no, Julián, y entonces la poesía realmente ya no servía para nada, porque por ahí solo se oía de fútbol y buenos culos y de la caja que te tocaba pagar, Julián, ya te toca pagar. Así hasta que la poesía básicamente fue imposible: básicamente porque ya no podías hablar.De bruces, arrodillado sabe dios frente a qué o quién, con toda la noche encima, nuevamente pensaste que la poesía no servía para nada, que tenías que escribir sobre eso, que saldría un poema enorme, y que, si podías, ibas a leérselo a Katerina.

Marco tulio Capica (Perú)
gambito Lunes, 19 Diciembre 2005 10:10


ANTES DE LA MOVIDA (Sobre el microrrelato) II
La actitud del lector, decía hace poco, es sumamente importante y decisiva para su relación con el cuento. De acuerdo a esto, él estará dispuesto a aceptar tanto las reglas de juego que le propongan, como sus excepciones. Esta disposición, como es sabido, no es exclusividad de la literatura, sino de todas las expresiones artísticas. Imagínense a un sujeto que asiste a una sala de cine y pide a gritos que no le apeguen las luces. O que luego, como no le hicieron caso, considere a todos los demás unos idiotas por no darse cuenta de que quien está en la pantalla no es Hannibal Lecter sino un hombre llamado Anthony Hopkins. Claro que también se puede ir al otro extremo: que ya no se esté dispuesto al retorno de la ficción. Habrá alguno que viendo al actor inglés caminando por unas calles de Florencia, corra a refugiarse por el temor de que le arranquen la nariz de un mordisco.En el caso del microrrelato, es uno de los géneros que se permite quebrar sus reglas con mayor asiduidad, lo mismo que la novela. Pues debe conseguir que en unas pocas palabras se condensen, se alberguen, se potencien, el resto de elementos que suele aparecer en el cuento convencional (digamos, arbitrariamente, el de más de dos carillas). Es lógico, entonces, que el lector deba exigerse todavía más y aceptar el nuevo juego del texto.Si ya en el cuento convencional se asume que la magia está entrelíneas, en el espacio en blanco que aloja a las palabras; en el microrrelato la dependencia de este espacio, de este vacío, es mayor. Y claro, debe ser sospechoso, y hasta absurdo, para el lector común tener que sostenerse del vacío. Pero vale la pena el intento.

Ricardo Sumalavia
gambito Sábado, 17 Diciembre 2005 12:35


Tres cuentos
Secreto
Esa tarde mis papás nos dejaron en mi habitación, como tantas otras veces, para encerrarse ellos en la suya. Nos pusimos a jugar con mis muñecas y con los juguetes que él había traído, pero luego de un rato nos aburrimos. Entonces él me dijo: “¿quieres conocer mi secreto?”. Le contesté que sí, y enseguida cerró la ventana, corrió las cortinas y sacó de su mochila un frasco de vidrio con dos bellas mariposas muy pegadas una a la otra. Estuvimos observándolas en silencio un buen tiempo, hasta que él abrió el frasco y las mariposas empezaron a revolotear por toda la habitación. Después me miró a los ojos y me dijo: “¿y tú tienes algún secreto?”. No le contesté, solo aseguré la puerta con llave y lo llevé hasta los pies de mi cama para que conozca mi secreto.

Naturaleza animal
Desde que me casé, solo fui verdaderamente feliz cuando, a ojos de mi familia, sentía cambiar mi naturaleza humana por la de un animal: desde aquellas veces que mi pequeña hija me pedía que le hiciera “caballito”, hasta cuando jugaba con mi mujer en la intimidad, simulando ser un animal distinto cada noche. Pero con los años aquellas ocasiones fueron reduciéndose hasta extinguirse: mi hija creció y se marchó a estudiar al extranjero; y mi mujer fue llegando cada vez más cansada del trabajo, apenas para acostarse en la cama, darse la vuelta y apagar su lamparita de noche. Entonces comencé a sentir que nuestro matrimonio agonizaba. Y antes de que se convirtiera en un fantasma insoportable, lo único que quedaba por hacer era torcer el rumbo común de nuestras vidas. Y fue precisamente eso lo que hice con el delicado cuello de mi mujer, mientras ella dormía, con lo poco de bestia que me quedaba.

Gorila
No pude soportar por mucho tiempo mi primera visita al zoológico. Hubiese preferido ir al cine pero Daniel detesta las películas románticas. El guía nos llevó primero a la jaula del gorila. Mientras Daniel y otras personas le hacían muecas o intentaban lanzarle frutas, yo lo observaba en silencio a un lado de la jaula. Reparaba en cada una de sus extremidades, en la postura de su cuerpo, comprobando con indignación y repugnancia lo parecido que era al ser humano. En cierto momento, el gorila volteó y nos miramos directamente a los ojos. Entonces intenté sonreírle. Pero el gorila permanecía siempre con el ceño fruncido, sin intentar ocultar la expresión de su rostro. Le dije a Daniel que nos marcháramos inmediatamente. Esa noche no pude dormir, menos todavía hacerle el amor.

Niki Tito Ramos (Perú)
gambito Sábado, 17 Diciembre 2005 11:40


ANTES DE LA MOVIDA (Sobre el microrrelato)
A propósito de los cuentos El invertido y el reciente incluido A.B.C. & Borges, quisiera llamar la atención sobre un aspecto de estos aceptado entre quienes practican la microficción, pero no así por todos los lectores. Me refiero al carácter narrativo de estos. Es obvio que nadie discutirá, más allá de los gustos, que El invertido es un cuento, porque presenta al menos un personaje, desarrolla una trama, tiene unidad de acción, etc. ¿Pero el segundo? Más de uno cuestionará su condición de cuento. Pues lo es. O mejor dicho, por ahora lo es, ya que los textos son movibles y en determinado contexto pueden ser leídos como cuentos, poemas, sentencias, aforismos o, si viene en gana, textos sagrados. Es cuestión de actitud. La lectura la damos nosotros y el goce es compartido.

Ricardo Sumalavia
gambito Viernes, 16 Diciembre 2005 11:21



A.B.C. & Borges
De no haber habido Borges, muy probablemente habría habido Bioy. Bioy habría sido Borges.

Mónica Belevan (Perú)
gambito Viernes, 16 Diciembre 2005 10:23


El invertido
O el hombre al revés... Tuvo la curiosidad de ver como era por dentro. Y mirándose en un espejo abrió la boca lo más que pudo. Metió primero un brazo y luego el otro. Después, con esfuerzo, la cabeza. Ya se sabe que si pasa la cabeza pasa todo el cuerpo.La cavidad bucal le pareció un anfiteatro con un semi círculo de dientes blancos alrededor de su lengua sonrosada. El lugar era resbaladizo por la abundante saliva y pudo tocar la campanilla que está antes de la garganta y que regula el paso de los alimentos. Eso le provocó arcadas. Cuando la sensación de náusea pasó se sintió como aquellos exploradores de cuevas que no se dan reposo hasta no alcanzar su hondura. Más allá de las amígdalas estaba muy oscuro. Y en esos momentos no portaba ni siquiera una linterna o una soga para emprender la expedición. Pero, curioso explorador al fin, avanzó sin embargo con tal descuido que patinó lengua abajo para precipitarse todo él por el esófago de tal forma que cuando quiso reaccionar terminó al revés de sí mismo. Ahora, cuando va por la calle, se le ve el cerebro, el corazón, el estómago, los riñones, los intestinos y hasta los huesos se le insinúan entre los músculos. Estremece verle las venas y las arterias a flor de piel. Y la verdad que da un poco de asco cuando le saludas y te estrecha su mano viscosa.

Pablo Lores Kanto (Perú)
gambito Viernes, 16 Diciembre 2005 00:03

Noviembre 2005

Anafrodisia
Al abrir el libro, Dulcinea salía desnuda de éste, arrastrando una estela de palabras. El lector soltaba el volumen con las páginas en blanco y extendía los brazos. Dulcinea, que no dejaba de verle a los ojos, se cubría de perlas de sudor apenas él comprobaba su materialidad. En aquella trama que protagonizaban, no había diálogos ni elipsis ni monólogos interiores. El relato de ellos era lineal, directo, descarnado. Así, cuando la historia llegó a su inevitable fin, no hubo culpas ni reproches. Por el contrario, lejos de buscar cabos sueltos, él se sintió tan satisfecho y abrumado ante la perfección del texto, que jamás se atrevió a releerlo ni a buscar otro que se le pareciera.

José Donayre. Autor de la novela La Trama de las moiras.
Miércoles, 9 Noviembre 2005 13:14


Mitomanía
Buena parte de la noche estuvo relatando de cómo llegó a ser un mitómano. Las estrellas y la tibieza estival de una noche de campamento invitaban a la confidencia y a la comprensión entre los seres. Su voz se entrecortaba, emocionada ante una confesión dolorosa y profunda que necesitaba exteriorizarse.Cuando niño debió ocultar las vergonzosas vivencias que le procuraba una tía ya madura. Luego, algunas mentiras hábilmente usadas le sirvieron para evitar las azotaínas del padre.Fraguó mentirillas inocentes y farsas monumentales que le ayudaron a sortear pequeños y grandes obstáculos de la vida. Pero todas ellas fueron enquistándose en él y le pesaban, mortificantes, en la conciencia. Ahora sentía que la confesión lo redimía.Se durmió casi al alba, aliviado y sereno.A la mañana siguiente, cuando el sol lo inundó todo y cuando ya estuvo roto el mágico escenario de la confidencia, se enfrentó al interlocutor para decirle, resentido:-Todo lo que anoche dije es falso. No soy mitómano, ni lo he sido jamás.

Héctor Rodríguez González, Santiago de Chile.
gambito Sábado, 5 Noviembre 2005 22:53


Medusa
El reflejo sigue siendo atroz. Estampada en el escudo, se puede calibrar mejor para acertarle el golpe definitivo. Cada vez más cerca de cortarle la cabeza, me angustia pensar que mis manos sean de piedra.

Antonio Tuya
gambito Sábado, 5 Noviembre 2005 03:48


Fragmento
Tengo varias fotos de Tristan en el disco duro de mi computadora. Fueron tomadas mientras estuvo a aquí, durante una semana. Por ahora me es imposible lograr separarme de ellas y no sentir que una luz oscura cubre esas imágenes, algo que las hace impenetrables y enigmáticas. Y entonces todo es negro. Como si apagasen la luz. Debe ser aquéllo que no nos es revelado en nuestras vidas, aquéllo que nunca terminamos por saber. Con Dios muerto, sólo una cosa nos queda, conocernos a través de los otros.Si elijo una de ellas para ponerla frente a mí, lo que veo es un rostro ovalado, el mentón se hunde en el pecho, la boca es grande y se mantiene sellada, guardando su secreto. Lo que ilumina ese rostro es la mirada, brillante, húmeda, impregnada de un resplendor fatuo. Ese rostro se me aparece en toda su desnudez, sin defensa y sin máscara. Debe ser su edad y la forma cómo ignora lo que sucede a su alrededor, o lo que suscita cuando se mueve y respira. Cuando hace un gesto para estirarse y alcanzar el marco de la puerta dejando ver el borde de su ropa interior que muerde un poco la caída de sus riñones. Es una mirada dócil, que se proteje bajo la rigidez de la mandíbula, enmarcada por esos gestos que niegan la porosidad de los ojos, niegan una persona sensible, no saben que está allí, que existe. No la han visto. Esos ojos te miran, pero no te miran para reconocerte sino para decirte que todavía tú no existes, que a lo mejor jamás vas a existir, que estás destinada a ser una anécdota, una sombra que ha pasado un día, lejos de sus necesidades. Y es lo que veo en la otra foto, en ésa en la que estoy sentada, y un gesto de frustración se contiene en el ceño. Un gesto que escarba y golpea el exterior para lograr una respuesta. Pero se queda silenciado y solo. Ese rostro está allí, entre el niño y el hombre, el hijo y el amante, el hermano, y nuevamente el amante, está allí en toda su ausencia, escribiendo un texto invisible al pie de la foto, de que nunca jamás, nunca jamás volverá a estar presente. Nunca más ese cuerpo, de esa forma: deseado sin esfuerzos y sin comprender qué está pasando ni qué tabú se rompe cuando me acerco para tocar su piel. A los quince años pude haber sido su madre.Llamé a una amiga para preguntarle cuántos años de diferencia hay entre ella su pareja: Veinte y no son nada.No es su edad lo que me duele, al final de cuentas los hombres viven sin culpabilidad sus amores por mujeres más jóvenes y en el fondo no hay ningún tabú que romper, es ese espacio de tiempo que no hemos compartido lo que representa una zanja que no puedo saltar, una zanja oscura como la de una muerte próxima, una ausencia a la que no me acostumbro con el paso de los días. Ese fantasma de su cuerpo, ese silencio que sigue a su ausencia. Como en una foto.

De Aquella imagen que transpira

Patricia de Souza.

octubre 2005

Final del juego (acerca de la brevedad)
Para definir el cuento breve parece útil hablar de ajedrez. No soy un experto en el juego, pero cuando me enfrento a un rival más joven, empiezo a rezar para que no intente el famoso “mate pastor”. Esa jugada impactante que permite derrotar a un adversario desprevenido con un puñado de movimientos rápidos me pareció milagrosa la primera vez que la vi, pero ahora pienso que sus fanáticos odian el ajedrez, que su único objetivo es ganar sin ningún esfuerzo y deslumbrar de paso al principiante humillado: un knock-out idiota en el primer round. Sin la menor duda, las mejores partidas son las que empiezan después de las aperturas, cuando la desaparición progresiva de piezas blancas y piezas negras transforma el tablero en un desierto y se llega al esperado final. Ha tenido que pasar mucho tiempo para que las huestes disminuidas, purificadas hasta lo esencial, se enfrenten con sus aislados grupos de peones, algún caballo sin jinete y la terca soledad de su rey. En este punto el tiempo se detiene y el ajedrecista, como un pistolero que tarda horas en desangrarse, se ve obligado a pensar de verdad. Hay ciertas reglas, pero el verdadero talento no está en la rapidez sino en la habilidad para manejar las escasas fuerzas disponibles. Ese alfil solitario, ¿será suficiente para dar el jaque mate? ¿Cómo lograr que un peón intrépido llegue al otro lado y le crezcan alas para volar? De forma parecida, los cuentos breves que más me gustan no se definen por ser breves, sino por esa asombrosa metamorfosis que permite cifrar, en un solo detalle imprescindible, la complejidad de un mundo o la belleza de un personaje que mira por la ventana y se esfuma para siempre.

Luis Hernán Castañeda. Autor de Casa de Islandia.
gambito Domingo, 30 Octubre 2005 21:21


Antisocial
Mi nombre es Efe y odio los cuentos cortos.Me refiero a las narraciones breves: no las soporto. Hay algo en los cuentos cortos, no se qué, pero resulta detestable.Quizá sea su manera de acabar pronto, de no durar mucho.Si fueran más largos, tal vez me gustarían, pero entonces no serían cuentos cortos.Así que no hay salida, mi odio es eterno.Tanto así, que quisiera destruirlos a todos, borrarlos de nuestra memoria.Pero la tarea no es fácil, así que acepto colaboradores.Si odias los cuentos cortos, escríbeme.Juntos podremos hacerlo.Pasa la voz, que empiece la cruzada.Y si ves un cuerto corto por ahí, dispara sin piedad.

Luis Hernán Castañeda. Autor de Casa de Islandia.
gambito Domingo, 30 Octubre 2005 19:27

Víctima
Hey flaquita, mírame.Estoy frente a ti. No te hagas la loca. Sí. Quiero que me des plata, pues. Yo sé que tienes, no te hagas.Por gusto gritas, por aquí no pasa nadie, ni vivo ni muerto.Tranquila, flaquita, tranquila. Shhh. La verdad que estás buena flaquita, franco. Por gusto miras a todos lados, ya te dije que por aquí no pasa nadie.Sí, me doy cuenta que es de noche y que hay luna llena.No me amenaces, flaquita, vas a perder. No me cambies de cara.Sí, seguro que vas a defenderte con uñas y dientes. Sobre todo con tus dientes, ¿no?Pero yo tengo un crucifijo de plata. Ves, quema.Ahora, suelta el billete.

Daniel Salvo
gambito Viernes, 28 Octubre 2005 13:09

Memorando
Desde la tarde en el parque, trece años exactamente, que no la he vuelto a ver. Ella tenía apenas quince años, dos ojos lindos y ningún amor sobre su pecho. A veces camino a casa me parece sentir su perfume entre las flores y entonces me da por imaginarla dando vueltas con sus faldas celestes, amarillas, anaranjadas y blancas llamándome y diciéndome que sí, que el verano acaba de empezar.

Miguel Enrique Morachimo (Trujillo, 1987)
gambito Viernes, 28 Octubre 2005 12:57


El Rey
Un tipo desarrapado cantaba boleros en las cantinas, con una guitarra rota.Y le dije: déjeme declararle, casi declamarle, que usted es un mago. Él respondió - y fue como si preguntara -: ¿por qué? Yo le vi en la cara la sinceridad. Tenía en los ojos, clarito, un signo de interrogación. No hablaba por vacilarme así que volví a decirle: Usted es un mago, un verdadero mago. Esto que hace es un abracadabra, un portento de la imagianación, un reto a la realidad, que es lo mismo que no ser real y a la vez ser más real que lo real.El personaje había sido cantor experto. En el año de 1970 emprendió un viaje del que no volvió… No soy nadie para culparlo: a veces el mundo es pequeño y la gente muy grande; a veces se escapa uno por la puertecita chueca, por el hoyo de la luna en la noche; a veces se es un David Copperfield triste, un hipnotizador del desespero.Y él volvió a preguntar: ¿por qué mago?; y yo le dije: usted es un mago porque toca la guitarra con solo tres cuerdas… Y el tipo miró el instrumento como si estuviese en perfecto estado.Su mirada fue tan transparente, tan honesta, tan mentira y tan verdad, y tan exagerada su honradez que, de pronto, no había cuerda que faltara, ni saco que estuviera raído, ni pantalón gastado, ni zapatos con agujeros; de pronto, la ilusión era verdad y la verdad ilusión y el tipo, sobre una tarima enorme, luminosa, con un frac escarchado y fino, cantaba con voz potente algo sobre ser el “Rey”.Carlos Oriel Wynter Melo (Panamá)
gambito Martes, 25 Octubre 2005 15:25


El cuadro
De la galería todo quedó reducido a ceniza: aun las puertas, las vigas del techo, las estatuas y el decrépito velador. Pero se salvó un pequeño cuadro, donde estaba pintado un incendio.

Edgar Avilés
gambito Lunes, 17 Octubre 2005 16:59


El asistente
Centro de la ciudad. Casi amanece. Creo que no he llegado tarde. Esta vez es un pasadizo breve y apenas tres o cuatro puertas calladas. Me detengo ante la más cercana y bajo la mirada como ante un rostro conocido. Sé qué hallaré tras la puerta: botellas vacías, sábanas alborotadas, frascos recientemente abiertos, quizás baños tibios… las mismas imágenes una y otra vez y tal vez la selección la dicte la estación, las mañanas frías, un descubrimiento insoportable o algún amor mal curado. Pero esta vez mi mano toma el picaporte y la puerta no cede. ¿Habrá sido un engaño? ¿Por primera vez me habré equivocado? Las demás puertas me observan. Pero yo sé que es tras esta donde encontraré de nuevo la risa nerviosa del suicida, sus ojos abiertos ante mi llegada, las tijeras detenidas sobre las venas, el gatillo aún sin pulsar, la masa de pastillas convertidas ya en bolo letal descendiendo hacia el estómago. Su rostro será cualquier otro, pero eso no ha de importarme. Pasada la sorpresa inicial, redescubierto el irrefrenable motivo, me sentaré con calma a su lado preparado para lo que necesite; enjugaré su sudor, alisaré sus cabellos; si rompe en llanto –casi nunca sucede- sabré acercarme a su oído y susurrarle con ánimo fraterno lo que ya a su modo sabe. Entonces pasaremos momentos incómodos, largos minutos de indecisión, leves palmadas en los hombros. Poco después, algo en su quietud me lo revela. Y en ese instante, alejado de todo impulso violento, simplemente me mira. Conozco muy bien esa mirada, porque no dice nada y es el vacío lo que por negación interpreto. Este suicida ya está listo. Entonces dispongo con delicadeza lo necesario; él sabe que yo ordenaré lo que tenga que ordenarse, acomodaré lo que haya que acomodar, sembraré las irrefutables pruebas, las sentidas confesiones, las reveladoras pistas que harán girar la rueda policial que todo gobierna, hasta que ya satisfecha se detenga. Sobre ese lecho de calma, se hunden las tijeras, se aprietan los nudos, o se quiebra el silencio por el disparo, y luego las voces vecinas, irremediablemente curiosas, harán el resto. Luego de unos minutos me marcharé; después me veré sentado en oficinas públicas, calles colmadas, retazos de la armoniosa vida urbana diluyéndose a cada instante. Solo eso y simplemente esperar.Pero hoy… ¿realmente habré cometido un error? Quizás si eligiera otra puerta…, pero no, no porque entonces el mecanismo giraría sin dirección, desatado, y no sabría nunca si es a mí a quien esperan o soy yo quien ha impulsado el proceso. No podría vivir con una muerte sobre mis hombros. Entonces, tras un leve crujido, la puerta se abre por fin. Respiro aliviado. Entro, lo veo en la penumbra que ya se disipa, y avanzo hacia él. Puedo distinguir el revólver entre sus dedos, un ligero temblor y su cabeza gacha. Me siento a su lado, enciendo un cigarrillo, cierro los ojos y aguardo. Pienso que un día, en un amanecer como este, quizás la puerta de turno no se abrirá. Qué haré entonces, me pregunto. ¿Acaso forzaré las cerraduras que encuentre? ¿Haré andar de esa forma la maquinaria solo para no pensar que esta vez será mi sudor el que alguien más enjugue y los susurros de ánimo serán entonces para mí? ¿De ese modo me justificaré? Allí sentado, observando el cuerpo indeciso que me ha convocado, pienso que sí, que quizás sí habrá de llegar ese día. Entonces, con un ligero temblor, él levanta el rostro y me mira. Sujeta con fuerza el arma, y espera mi venia. Ambos sabemos que es todo lo que le hace falta.

Johan PageAutor de Los puertos extremos
gambito Miércoles, 12 Octubre 2005 19:52

Cambio y sustracción
Dos y media de la mañana. Llovía y caminaban. Silentes y sigilosos. Uno era gordo y el otro era flaco. No eran Laurel y Hardy. Eran Manuel y Francisco. Manuel era el gordo y Francisco era el otro. Manuel era viejo y Francisco era joven. Manuel llevaba una escalera plegable y una caja de herramientas. Francisco llevaba una pequeña batería y una sonrisa de pánico. Miraron a lado y lado. Cruzaron la calle y se detuvieron frente a Maxicars. Tras la vitrina un Daewoo y un Hyundai. Manuel había comprado un carro en Maxicars y no había podido pagarlo. Lo había perdido y quería venganza. Francisco era su cómplice y también su hijo. Manuel tenía rabia y Francisco tenía miedo. Manuel desplegó la escalera y Francisco le entregó el soplete. Manuel subió a la escalera y se detuvo frente al letrero. Era grande y luminoso. Con letras en relieve y fondo negro. Francisco unió el cable a la batería y Manuel encendió el soplete. Un carro que pasaba se detuvo y su conductor los miró. Francisco sintió un frío en el estómago y Manuel un respingo en el corazón. El carro siguió su marcha y los hombres se dieron prisa. No querían despertar sospechas y querían dormir esa noche en sus camas. La madre se había quedado en casa y estaba esperándolos. Se opuso y no logró convencerlos. Era una locura y ellos lo sabían. Pero era demasiado tarde y debían terminar lo empezado. Francisco le alcanzó las pinzas y el destornillador. Manuel hizo el cambio y la sustracción. Bajó de la escalera con la letra bajo el brazo y el soplete en la mano. Francisco desconectó el soplete y plegó la escalera. Recogieron las cosas y se alejaron. Francisco cruzó la calle y Manuel caminó detrás. Se detuvieron frente al letrero y miraron la obra. Francisco estaba aliviado y su padre satisfecho. El hijo cargaba con todo y Manuel con la equis. A lo lejos el letrero decía Maricas y fulguraba en la noche.

Antonio GarcíaAutor de la novela Su casa es mi casa.
gambito Lunes, 10 Octubre 2005 14:22


El sistema
Me he dado un porrazo en la cabeza. Iba por la calle, como un idiota, y me topé con la esquina de un andamio. Pensé que no era grave hasta que vi la sangre manchándome la camisa. Ríos y ríos, manando a borbotones.Tomé un taxi para ir al hospital. Mientras me desangraba en el asiento de atrás, el conductor me dijo "puede usted denunciar penalmente a la empresa constructora. Y ya puestos, al Ayuntamiento, por no haber impedido que la empresa constructora colocase eso ahí."Entonces me di cuenta de que yo no era un imbécil que se había chocado contra un andamio. Por el contrario, el andamio había sido negligentemente dejado ahí, debajo de la altura reglamentaria, como una bomba de tiempo para partirme la cabeza. "En realidad, siguióel taxista, ahora romperse los huesos es un buen negocio. Por cualquier cosa demanda usted también a la Seguridad Social."Y entonces, mientras mi vida pendía de un hilo en el asiento de atrás, decidí hacerme rico.En el hospital, empezaron por ponerme una antitetánica. Estratégicamente moví las caderas, a ver si la enfermera equivocaba el pinchazo y ponía mi vida en riesgo. Calculé que con una jeringa en la vena equivocada podría sacar unos $500, pero la chica acertó el blanco y me despachó amablemente. Volví a intentarlo en la sala de espera del quirófano. Empujé a una anciana para crear cierta atmósfera de confusión, pero a la señora no pareció importarle. Yaen el quirófano, sacudí la cabeza mientras me ponían los puntos, pero sólo conseguí un par de pinchazos fuera de lugar y un "estate quieto, coño" del doctor. Eso no bastará para denunciarlo por malos tratos.De todos modos, me he afeitado la cabeza y he tomado fotos de la cicatriz que demuestran que pude dejarme la vida en ese andamio. He llamado a un abogado que sólo me ha cobrado cien euros –nada en comparación con lo que voy a sacar-, y he suspendido mis vacaciones por si interfieren con la vista oral. No necesito vacaciones, porque he abandonado mi trabajo para demostrar que la herida produjo un daño irremediable. Ahora paso los días a 40º abriéndome la cicatriz con una navaja de afeitar para que no cierre antes detiempo, y echándole vinagre para que quede llamativa. No me duele, porque imagino que tengo el futuro garantizado gracias a ella, mi pequeña, mi bebé. Quizá deba pedir que me quiten los puntos antes de la fecha recomendada. Así diré que me recomendaron una fechaequivocada. Quizá pueda lograrlo en otro local de la Seguridad Social. Esta vez, pediré un médico con problemas de pulso.

Santiago RoncaglioloAutor de libros de cuentos y de la novela Pudor.
gambito Sábado, 8 Octubre 2005 20:40


El vientre de la ballena
El vientre de la ballena está poblado por luciérnagas, las paredes húmedas del animal hacen el resto, como espejos repitiéndome si es que repetir es mostrar variantes chiclosas de un ser permanentemente empapado, amenazado por una gripe que no llega nunca, aclarado por los jugos gástricos (en este sentido: digerido, aunque, lenta, imperceptiblemente). La ballena es un animal impredecible, puede pasar semanas enteras sin cambiar de posición, deslizándose lentamente por el océano, dejando entrar cada tanto bocanadas de pecesillos que me darán qué comer. Luego, de un momento a otro y sin que yo pueda entender el porqué, el animal se sacude, vibra; causará él solo una marejada, me digo mientras me aferro a la protuberancia de siempre o mientras intento alcanzarla, dando saltos que me matarían si no fuera tan blando el suelo. Solo me hieren las escamas, los huesos de los peces que yo mismo rompo. Una vez abrazado a la protuberancia, hay que tener paciencia. Me cubro con ella como si fuera una colcha de plumas perfumada por la playa. Pocas luciérnagas sobreviven al maretazo, pero se reproducen a gran velocidad, alimentadas por el agua dulce que se condensa en las paredes que lamo para mantenerme vivo (mi lengua, blanca). Escribo, armado con un espinazo, un mensaje que el animal trata de toser (cosa digna de ser sentida, la carraspera de una ballena), que mañana será costra y releeré durante varios días hasta que se desprenda; entonces arañaré otro.

Pedro Pérez del Solar
gambito Viernes, 7 Octubre 2005 00:18


Yo conozco de ti
A 200 metros de la Estación de Santos Lugares, me senté. Tenía unos días viviendo en Flores. Escuchaba los trenes pasar. De noche los trenes vienen, de día se van, me decían. Vivía en un tercer piso. El calentador a gas hacía ruido día y noche. El olor a gas se mezclaba al de la madera vieja, así como mi sangre al vino. Por una ventana se veía el techo de otra vieja construcción. Bajaba las escaleras, atravesaba un callejón angosto y largo, y salía del edificio ocre: árboles secos de invierno, prostitutas en la esquina de la calle Bacacay que cobraban 20 pesos. Caminaba hasta la otra esquina, doblaba y llegaba hasta el riel. Allí se paraban unos hombres a esperar su suerte, fumando, hablando entre ellos. Yo caminaba hasta la Plaza Flores. Compraba una botella y un pancho de a peso y medio, y me regresaba al edificio. Hasta que un día, de pronto, de la nada, como empezó todo, decidí cambiar mi rutina; decidí dejar de embriagarme, dejar de escribir, dibujar, y caminé a lo largo del riel, adonde sea me llevase. Me detuve a 200 metros de Santos Lugares. Un tipo flaco se me acercó, me dijo: "Estoy muy solo y triste en este mundo de mierda." Yo lo conocía, hasta tenía su disco, era el ché Tanguito. Dijo eso nomás, y se fue. Es extraño, poca gente me habla, pensé. Luego vino un tipo con acento peruano: "Oye, Luchito - me dijo -, sé lo que vas a hacer. No lo hagas." ¿Quién eres tú?, le pregunté, no lo reconocía, yo estaba ebrio, aún estaba ebrio de la última botella que había comprado en la Plaza Flores. "¿No me reconoces? A mí me has estado enviando tus relatos por email. Bueno, uno de los destinatarios." Cuando le iba a decir algo, al creer darme cuenta de quién era, desapareció. El humo de su cigarro se quedó mezclado con la neblina. Yo tenía 36 años. Había salido de Apolo, había salido de Jesús María, había salido de El Paso y de la Herradura, había salido de todas partes. Sólo me traje mi frazadita. No necesitaba nada más. Me eché a esperar, abrazado a mi frazadita. De día los trenes vienen, de noche se van, mentían.

Miguel IldefonsoHa publicado los libros de poesía Vestigios, Canciones de un bar en la frontera, Las ciudades fantasmas y M.D.I.H
gambito Martes, 4 Octubre 2005 00:26


Club de suicidas
Hola, soy Carmen, lo del mercurio inyectado en la sangre lo leí en una indigesta novela policiaca, es un mito tonto como el de la burbuja de aire o el chorro de agua, se los puedo asegurar, tomó la iniciativa una atractiva morena de ojeras pronunciadas y ropa ajustada al cuerpo. Ya me conocen, la asfixia es mi especialidad, asumió la posta un cara cuadrada de aspecto vulgar y tristón, pues ayer eché a perder el collar de perlas de mi madre, y la dulzura de esa piel ancestral atravesando mi garganta, me prodigaron los mejores seis minutos que puede resistir uno sin aire en los pulmones, y un fingido tormento envaneció su sentencia, restándole mérito a la confesión. Acto seguido, al ver a mi vecino luchando por ponerse de pie, un tipo con decidido aspecto de pez al que le extirparon recientemente las branquias, retirando gasas y costras de sus aletas, entiendo que lo sensato es abandonar la sesión. Ya en la calle, repaso de memoria mi fallida intervención, sí señores, lo acepto, no soy un profesional en estos menesteres, así que díganme, ¿qué hace uno, luego de cruzar la línea?

Augusto Effio
gambito Lunes, 3 Octubre 2005 22:43


Impromptu
En el ajedrez, no lucha el día contra la noche ni el bien contra el mal –entre otros pares de opuestos complementarios pergeñados por la tradición maniquea–, sino un mismo y único individuo, escindido entre la verdad, el saber y el instinto. El jugador –atenazado por la eternidad de lo elemental o por la actualidad del hórror vacui (pulsiones trágicas entre la vigilia y el sueño)– se deja llevar por un ensayo que obra la gesta lúdica a diferentes ritmos y acordes. Así, nada escapa al acertijo acompasado del riesgo, pues la melodía, más erótica que tanática, discurre en una improvisada estrategia surcada por maniobras maestras (grafo del deseo, postula Lacan sin arrastrar ninguna culpa). Entre un escaque y otro, la cadencia se enfoca en quebrar el registro del sometimiento, lo que exalta el goce del individuo en función de una sola jugada liberadora, aquella que implica la victoria intuitiva sobre el tiempo, a partir de una cogitación mítica, mística y misteriosa.

José DonayreDe Horno de reverbero, inédito.
gambito Domingo, 2 Octubre 2005 00:10

Lugar del autor
La obra va a empezar. Reconozco la íntima urgencia de los actores, antes de que se levante el telón, en la penumbra del estreno. El director me llama, con una vehemencia que sólo puedo calificar de teatral. Pero soy culpable de su angustia: no he terminado de escribir la pieza que se estrena en unos minutos. Sin embargo, sé de memoria la obra, y puedo dictarla a los actores en el mismo momento en que ellos deben representarla. Como además me toca el papel principal, precisamente el de autor, la pieza depende de mis acciones, y aunque dudo entre escenas y parlamentos, confío salir del aprieto.En el primer acto, la obra no ha empezado porque no he terminado de imaginarla. La escena se desarrolla, por lo mismo, como la promesa del próximo acto, que deberá plantear el tema y sus dilemas. La misma escena reproduce este proceso verbal: se va construyendo de a pocos, como si existiera solo después de ser nombrada. En el segundo acto, opto por una linea argumental episódica: soy el autor de mi propia fábula, pero debo ponerla a prueba, para que las palabras me cuesten su precio de oro. El diálogo se va armando cuando los personajes me piden un lugar en el lenguaje, y yo les pregunto por mi función entre ellos. Me aseguran que como autor problemático no pertenezco a la escena sino a sus prolegómenos, antes de que se enciendan las luces y el decorado reemplace a la platea.El tercer acto me recupera de ese diálogo de fantasmas. Ahora ya sé quien soy: soy el autor sin autoría, ya que la obra me abandona en el balbuceo para recomenzar en el recuento. No soy el autor sino el personaje sin memoria: el presente gestándose sin nombre. Esa marca del autor converso me señala con el fuego de la duda: no estoy aquí, me digo, porque pronto caerá el telón y apenas si adquiero mi nombre. Cae el telón como la tinta del olvido.

Julio Ortega, autor de Habanera
gambito Sábado, 1 Octubre 2005 10:57

Septiembre 2005


Trama

Los rasgos jóvenes y torpes del escepticismo anticipan, como es típico, a la madurez.

Vive, (por supuesto, simultáneamente muere), y nada hay que le indique que las cosas puedan no ser como son, o que él mismo pueda no ser lo que es.

Con el paso de los años lo embellece una humilde y consistente coherencia. Quizás sea ya sabio.

Un detalle mínimo, fugaz, que capta como por azar ya siendo muy anciano, le insinúa que la única distancia real que media entre el mundo, y su mundo, es ésta: él existe y ha existido, solo y solamente, en el último.

Mónica Belevan

gambito Viernes, 30 Septiembre 2005 00:31


La pieza desconocida

Antes de mi primera partida, los grandes me enseñaron las reglas del juego. “No eres peón”, me dijeron, “así que nada de dar saltitos. Tampoco eres torre, así que cuidate de las zancadas largas. Las diagonales son territorio de los alfiles y ellos odian ser interrumpidos. Si fueras cabello, te dejaríamos trazar eses, pero sabes bien que no lo eres. El rey es una dama coja y la dama es un rey con alas, dos cosas que no te corresponden”. “Entonces”, les pregunté sorprendido y un poco furioso, “¿quién soy yo y cuáles son mis funciones?”. “Tú tranquilo. Cuando llegue la hora tu instinto dictará las respuestas”.
Llegó el gran día y yo seguía tan confuso como siempre. Las pálidas, nuestra rivales de toda la vida, estaban perfectamente alineadas y nos miraban con sorna y compasión. Las primeras movidas se sucedieron sin novedad, en esa calma aburrida que acompaña los inicios. Yo seguía las acciones de mis compañeros desde atrás, apostado como un testigo inútil, hasta que el caballo izquierdo me guiñó el ojo y supe que era mi momento. Di un pasito y me quedé congelado. ¿Qué hacer ahora? “Ni modo”, pensé, “el todo por el todo”. Presa de una rara excitación, cerré los ojos y me lancé. Todo habrá durado una fracción de segundo, pero cuando los abrí estaba al otro lado del tablero, bajo la mirada feroz de una torre nívea que parecía a punto de aplastarme.
Fue mi última partida. Después de la derrota me jubilaron.

Luis Hernán Castañeda
Autor de la novela Casa de Islandia

gambito Jueves, 29 Septiembre 2005 20:25

La casa en miniatura

Esa tarde, fui a la tienda de casas en miniatura, a comprarle una a mi hija como regalo de navidad. La tienda era colorida, rojo y verde en las alfombras y en las paredes, y estaba llena de adornos de porcelana, unos cuantos Lladrós que me hicieron recuerdo a mamá, inveterada coleccionista. En una esquina, un par de leños chisporroteaban en una chimenea y le daban calidez al recinto. Un gato se acurrucaba sobre una vieja mecedora junto a la vitrina de la entrada. Había mucha gente agolpada sobre las mesas, contemplando y discutiendo los diversos modelos en venta. Una casa estilo Tudor, un bungalow tropical, una moderna residencia a la Frank Lloyd Wright: era admirable la detallada minuciosidad y elegancia de los modelos. Al verlos, uno podía comprender algo de la locura que habían ocasionado en el país esa temporada de navidad. Todavía no justificaba a mi esposa, que se la había pasado llamándome al trabajo las últimas tres semanas y dejándome notas bajo la almohada, pero al menos la entendía un poco más.
Me acerqué a una casa muy parecida a la mía, con sus paredes de ladrillo visto y su amplio balcón. Vi el perfil de una mujer en una de las
ventanas del piso superior. Agucé la vista: la mujer tenía la corta
cabellera castaña, mejillas huesudas y un collar de perlas en el cuello.
Sentí un deseo inmenso de hablar con ella. Me descubrí tocando el timbre de la casa. Escuché los fastidiosos ladridos de un pekinés, luego los pasos presurosos de alguien que se acercaba a la puerta. Era un hombre robusto y de pelo canoso. Me preguntó qué quería. Le dije: me gustaría hablar con su hija. Me miró con desconfianza. Me hizo pasar al living, me ofreció asiento y desapareció. Me quedé mirando los cuadros: reproducciones de Duchamp y Warhol y de alguien que se había hecho famoso haciendo reproducciones de Duchamp y Warhol.
Pasaron las horas. La mujer de la ventana no venía. Mi esposa estaría
preocupada por mí, y quizás habría llamado a la policía. O quizás no, y
esto sólo era una trampa para deshacerse de mí. De pronto, sentí que
alguien alzaba la casa y se dirigía con ella a la parte trasera de la
tienda, donde la colocaba en un cajón lleno de papel periódico y bolas de plastoformo.
En la oscuridad, sentí que un perfume de mujer se acercaba hacia mí. Me pasé la mano por el pelo; necesitaba un espejo. Pensé en mi esposa. Me dije: ojalá hubiera cerca una iglesia en miniatura, para ir a confesarme como siempre lo hacía, desde mi matrimonio doce años atrás, después de cada cruel y memorable infidelidad.

Edmundo Paz-Soldán
Autor, entre otros libros, de Amores imperfectos, Sueños digitales, Río fugitivo y El delirio de Turing.

gambito Miércoles, 28 Septiembre 2005 10:09


Puedes abrir los ojos

Ocurrió mientras dormía. Soñó que había muerto y que estaba en mitad de la noche, desorientado y solo como jamás antes se había sentido en ningún lugar. Pensó en ese instante que la muerte podría ser algo parecido a aquello, si no fuera porque siempre había oído que la muerte era un túnel en cuyo final se vislumbraba la claridad del otro mundo. Miró a un lado y a otro, restregó sus ojos buscando un motivo para aquella oscuridad absoluta. Se sintió flotando en ninguna parte, a merced del pánico y de la locura. No saber dónde se encontraba, no hallar un camino, un río o un cielo de otoño le resultaba horrible, pero estar solo, sin esperanzas de tocar una mano amiga, de besar unos labios encendidos, de guarecerse en el vientre de una mujer cualquiera era parte de una pesadilla de la que no le iba a ser fácil salir.
Recordó entonces que cuando era niño apretaba los ojos y se agarraba a la ropa de la cama para saltar del abismo del sueño a algún lugar seguro. Recordaba la mano cálida de su madre sujetándolo en la caída mientras le susurraba palabras de alivio y le decía que debía levantarse para ir a la escuela, que ya era la hora del desayuno. La felicidad consistía en aquel tiempo en abrir los ojos y comprobar que todo había sido un sueño y que su madre le sonreía a los pies de la cama.
En cambio ahora estaba en mitad de la pesadilla y su madre ya había muerto y nadie lo esperaba en la escuela. La noche infinita era toda su herencia, el temblor de la penumbra y la zozobra de lo desconocido, no había manos ni labios ni vientre cálido que lo acogiera. Por eso le extrañó reconocer el timbre y sentir el olor de un cuerpo familiar, como entonces, aunque ahora eran otras las palabras, distinto el tono y triste la voz que le decía con pesar ya estamos juntos al fin, hijo, ya puedes abrir los ojos.

Pascual García
De El secreto de las noches, inédito.
Autor de los libros de cuentos El intruso (Barcelona, 1995), Todos los días amor (Madrid, 1999) y la novela Nunca olvidaré tu nombre (Barcelona, 2003).

gambito Martes, 27 Septiembre 2005 10:48

Continuidad

De repente, como si se viera ante sus propios ojos entendió la pésima idea de seguir teniendo hijos, el diario llegar a casa, los malos desayunos, la camisa mal planchada. El tercero sin planificar, El primerizo, Lucas, igual que su abuelo, el sexo diario sin amor, la primera vez que hizo una fiesta en casa y tuvo que retirar el ahorro del banco para pagar la orquesta. Aquella entrevista de trabajo, sin suerte, y cuando tuvo que decidir entre su pareja y la carrera, cuando estrelló el auto de papá, el amor diario sin sexo, esos rizos y esa forma de sonreir de Claudia, la secundaria perpetua, la primaria y el salón 401 del tercer año de aquella media mañana que le llegó el oráculo como un rayo. Observó a sus compañeros de clases y comprendió la mala idea de tener hijos dentro de 20 o 33 años.

Juan Takehara M.

gambito Lunes, 26 Septiembre 2005 08:46

Cien años de perdón
En casos como estos, no falta quien se atreva a hablar de los avisos previos que uno está obligado a descifrar. Permítanme contradecir, sin ánimo de justificación claro está, tan obscena mentira. Creen acaso que me hubiese negado a beber —ebrio de agradecimiento— la verdad a blanco y negro de alguna misiva anónima. Ninguna amistad que se acercara compungida y cariñosamente a sugerir: … sabes, querido, me pareció verlos en el estreno de Swet & London este jueves, pero no, no podían ser ustedes, ella es mucho más hermosa en traje de noche y tú, definitivamente no eres tan alto. Nada de inexplicables extravíos de, qué sé yo, sujetadores de cabello, pendientes de fantasía. Puedo jurar que el reloj que heredó de su madre reptaba sobre la estrechez de su muñeca izquierda en idéntica posición al despedirnos y al reencontrarnos. Por dios, créanme, jamás sus pequeños zapatos regresaron a casa cargados de arena, signados con la llama invisible de largos paseos sin lluvia o del recuerdo apagado y triste de una alfombra de hotel. Jamás. Y así, díganme ustedes, cómo pueden explicar que hoy, al llegar a casa, me haya encontrado con sus maletas tendidas sobre la cama y a ella refugiada en la orilla más cercana al velador para luego escucharla decir, entre solemne y distante, que regresa a casa, que extraña a sus hijos, que ha hablado con su marido, que él ha jurado no volver a ponerle la mano encima, no tratarla tan mal.

Augusto Effio
(de Lugares comunes, inédito)

gambito Domingo, 25 Septiembre 2005 10:42 Enlace Permanente Comentarios (0)

Desaparecidos
Nunca creí en los mitos pero siempre me gustó escucharlos. Recuerdo que cada amigo del colegio tenía siempre una historia interesante qué contar. Una vez, mi enamorada me confesó que hacía meses un amigo suyo se había ahogado en la laguna de Quistococha y que su cuerpo no se había encontrado. “¿No es demasiada casualidad, Ed?”, me preguntó esa tarde, mientras tomábamos sol en la playa de la laguna. “¿No se lo habrá llevado la sirena?”. Teníamos catorce años y a esa edad ya sabíamos del rumor: una sirena solía atrapar cada mes a un iquiteño. Pero me olvidé del asunto, seguí mi vida de estudiante y me casé. Un fin de semana, mi esposa y yo fuimos a bañarnos en la laguna. Mientras comíamos luego de darnos un chapuzón, ella me contó que un amigo de su hermano había desaparecido de Quistococha a los once años. Como nadie lo vio nadar, se pensaba que había sido raptado por algún lugareño. Mi mujer en ese almuerzo tenía un rostro desconcertado y yo intuía por qué. “La sirena”, me dije, pero no quise incomodarla más. Lo cierto es que se negó a que volviera a bañarme el resto del día. Cuatro años después nos divorciamos. Perdí el empleo. Enfermé de úlcera. Por esos trágicos días Laura me llamó para decir que se iba a vivir con su nueva pareja en Miami. “Mi hermano tiene un trabajo para ti”, fueron sus últimas palabras, “te ruego que vayas a verlo”. Y lo hice. Un trabajo de guía. No dudé en aceptar el puesto y así comencé mi nueva labor, de modo que cada día tenía que acompañar a un grupo de extranjeros por los lugares turísticos de Iquitos, sobre todo verlos bañar y disfrutar de las aguas de Quistococha. En un mediodía soleado, un grupo de canadienses se metió a la laguna para jugar con una pelota de voleibol. Todo estuvo tranquilo hasta que alguien decidió bucear. No me rehusé. Cogí los binoculares y lo vigilé desde mi sitio. El hombre nadaba y se zambullía sin percances, a un ritmo tranquilo. Hasta que lo perdí de vista. Tenso, luego de una infructífera espera, miré al resto de turistas que aún seguía en el agua. Estaban tan contentos de estar allí, tan satisfechos de jugar a orillas de la laguna, que preferí guardar silencio. Ninguno merecía ir en busca de una sirena.

Edwin Chávez
Autor del libro de cuentos 1922
gambito Sábado, 24 Septiembre 2005 16:49

Blanchot
1
No, no hay ninguna explicación para saber cómo y por qué nos sometemos a una sola persona. O por qué una mirada nos persigue y no nos deja dormir. O por qué esta canción de Louise Attaque, que no le gustaría, me hace escribir como si viese la secuencia de una película desplegarse frente a mí. Tan, tan, tan, hum, hum, hum, tam, tan, tam, tres tempos y luego silencio y de nuevo, tres tempos. Primero, es ese cuerpo que se levanta en una sala y que sólo puedo ver desde lejos, intuir una transpiración, una especie de resistencia natural, casi un malestar. Secondo, luego viene el encuentro, seis años más tarde, en el jardín de la editorial Gallimard, hablamos de Maurice Blanchot y de Louis de Forets. El sol caía obliterando los árboles y él temblaba como una roca sobre su eje, reía, y su risa, o alguna frase suya, me parecen el esmalte de alguien que puede quebrarse si lo empujan un poco, un poco hacía el vacío.

2
Y luego (tercio) está el departamento sombrío de la calle Vaugirard, los libros que se publican y que no significan nada, no consiguen arrancarle nada extraordinario a la vida. Escucha: Maurice Blanchot, vivía como un funcionario. Yo miraba desde una ventana un bosque inmenso, como no existen en el Perú, segura de que quiero deshacerme de esa mirada que se abre como un abismo y hace que todas las experiencias me atraviesen fragmentando una cierta unidad, un cierto parecido a mí misma. Después son esas coincidencias que no queremos pensar que son un azar, el encuentro en el tiempo, la misma música, Blanchot y Louis de Forets. Yo sé que han sido muy amigos, sé que los dos están fascinados por la música, el desarraigo, seguro, las mujeres.

3
Y yo asumí (no hay cuarto), de alguna forma ese cuerpo de hombre maduro bañado de la risa joven, asumí su manera de sentir que los libros no son nada, no pueden nada, así como resumí su mano extendida con las piezas que no sabe poner en una máquina de café como una forma de lealtad absoluta a mi persona, como una entrega. La casa de Blanchot, como el refugio perfecto para empezar a escribir algo sobre ese encuentro, o mejor dicho, sobre un hombre, un determinado hombre que mira como si fuese a desaparecer después de ese encuentro, y empezar escribiendo que no lo conozco a pesar de que está muy cerca de mí y entrar y salir de la casa de Maurice Blanchot sin saber si es del todo cierto, al final si no lo escribo, dejará de existir.

Patricia de Souza
Autora de La mentira de un fauno, El último cuerpo de Úrsula y otros libros.
gambito Viernes, 23 Septiembre 2005 20:18

Noesis
Vivir en función de un sueño fue, para Aristocles, no sólo una forma de vida, sino, sobre todo, una manera de no sucumbir ante la mediocre comodidad que le imponía su entorno. Cuando por tercera vez intentó instaurar su Estado ideal en Siracusa, el destino le jugó doblemente en contra: un nuevo fracaso, con el agravante de ser vendido como esclavo. La historia oficial –la versión de lo políticamente correcto– registra que fue prontamente redimido por un benefactor. Lo cierto es que, ante el ofrecimiento de recobrar su libertad, Aristocles enfrentó un dilema fundamental: seguir la vía de la felicidad o someterse a la parafernalia de la fama, en otras palabras, negar la veracidad de los sentidos para no poner en peligro los postulados del pensamiento o sacrificar las deducciones lógicas del pensamiento a fin de salvar los datos de la experiencia. Pero los dilemas son irremediables, particularmente cuando la tercera vía (suponer la existencia de dos mundos reales pero distintos, aunque uno más plenamente real que el otro) es producto de una madurez que tarda en la quimera de consolidar la identidad del individuo. Así, Aristocles, empujado por la vehemencia de ser un sujeto de cambio continuo, no obstante la inalterabilidad del concepto, siguió siendo arquetípicamente esclavo en la isla mediterránea, mientras que en su amada ciudad logró adquirir los bellos jardines cercanos al santuario de Academo, para dedicarse mundanamente a la enseñanza e investigación, y a escribir, a hurtadillas, sobre su más caro sueño: el desentrañamiento del misterio de la felicidad más allá de su prodigiosa intelección.

José Donayre
De Horno de reverbero (inédito)
gambito Jueves, 22 Septiembre 2005 20:11 Enlace Permanente

El mimo
El mimo de la plaza Abaroa ha ido, con el tiempo, perfeccionando su arte. Cuando comenzó a hacer sus figuras en torno a la fuente desprovista de agua, solía utilizar un gesto o movimiento para cada palabra. Las contorsiones de sus piernas y sus manos, la multitud de expresiones que extraía de sus ojos y sus labios, servían para contar en detalle largas historias: un relato podía durar toda una tarde. Los transeúntes se detenían, disfrutaban de un fragmento de la historia, y reanudaban al rato la marcha, para desconsuelo del mimo, dejando unos pesos en el sombrero de copa que yacía en el suelo, sobre un saco negro.
El mimo quería que los espectadores no se fueran con el relato a medias. Y poco a poco fue aprendiendo a condensar largas parrafadas en sus gestos, a tornarlos cada vez más abstractos. Ahora, con un leve movimiento de su párpado derecho, es capaz de contar la historia de Shang Li, que fue abandonada por sus padres a la puerta de un templo en las afueras de Shangai, pero que, gracias a los cuidados de los monjes a cargo del templo, creció hasta convertirse en una joven hermosa y muy inteligente, lo cual llevó a la perdición a uno de los monjes, pues este se enamoró y prefirió quemar el templo a confesárselo -respetaba mucho su juramento religioso-, hecho que produjo un gran sentimiento de culpa
en Shang Li, quien, en penitencia, decidió cortarse la lengua, o quizás
sospechaba que ese sería su castigo y era mejor anticiparse a él.
Los transeúntes aplauden, discuten por un momento, de manera acalorada, los equívocos significados del leve movimiento del párpado derecho, y luego terminan coincidiendo en algo: quizás si la historia pudiera contarse de manera aún más condensada, podrían disfrutar mucho más de ella.
El mimo mueve la cabeza de izquierda a derecha -gesto inequívoco, este sí, de desconsuelo y resignación-, e inmediatamente se pone manos a la obra.

Edmundo Paz-Soldán
Autor, entre otros libros, de Amores imperfectos, Sueños digitales, Río fugitivo y El delirio de Turing.
gambito Miércoles, 21 Septiembre 2005 22:47


Otra lucha con el dragón
Aunque he leído ya esta historia, estoy por repetirla: mi padre me llama y debo ayudarlo a matar al dragón.
Observo la escena desde fuera, desde la lectura, y me pregunto si la vida tiene la obligación de su crudeza, inmediatez y candor; o si está hecha de citas obligatorias, como si fuese una enciclopedia de escenas ilustres, una comedia de la letra.
Mi padre lucha laboriosamente con el dragón. Es una serpiente respetable, cuyo papel en esta escena debe ser lo único original. Parece, por eso mismo, atrapada en su ignorancia, peleando con una seriedad patética, de antemano resuelta por una página previa. El dragón, me digo, es anterior a la letra, y debe agonizar en su misión, sospechando que es un personaje derivativo en manos de estos héroes reluctantes. Quizá imagina que es el verdadero héroe de esta historia y que nosotros somos del partido del horror.
En todo caso, mi padre me llama y acudo sin mayor convicción, aunque dispuesto a cumplir mi parte. La gran serpiente se enrosca en su cuerpo; él no se inmuta, y la doblega, casi de memoria. El desconcierto del animal es patente; me mira con alarma, sabiéndose perdido.
Aplico toda mi fuerza para retenerlo, vencido, en el suelo; y sólo entonces descubro algo que no había leído: mi padre esperaba ese instante para zafarse de su tarea, y con alivio, dejar el monstruo a mi cargo. Estoy por protestar, pero entiendo la ironía simétrica que nos cita: el dragón es un mero pretexto, la verdadera trama es esta sustitución del hijo por el padre; esta suerte de origen de la letra misma. Piso la cabeza inmóvil del monstruo mientras mi padre se aleja, sin ocultar su alegría.
Tendré que pasarle este trabajo a mi hijo, aunque no llevo prisa.
Espero que el dragón me de alguna guerra, para al menos introducir una ligera variante en esta larga cita.

Julio Ortega
Autor de la novela Habanera.
gambito Martes, 20 Septiembre 2005 19:45


Barca sobre el Rímac
Habría que ser gusano para no hundirse en ese humilde zampán, o enfangarse, decenas de kilómetros antes de llegar al océano de corrientes heladas, de abismos apoyados sobre escurridizas placas tectónicas. Pero nadie podía frenar a Jonás, seguro de poder completar con éxito la travesía Ricardo Palma-Oceano Pacífico con un bote de hule reforzado. "Son sólo sesenta y tantos kilómetros", me dijo mientras veía el sol ponerse entre dos columnas de cerros pelados. El disparate era tan básico que no cabía discusión. "La travesía debe ser nocturna". Al menos era febrero y el río andaba ruidoso, como debía ser; sin duda podría avanzar algunos metros sin encallar. Jonás empezó a avanzar hacia el grueso de la corriente, con el agua hasta las rodillas, el bote sobre la cabeza y una mochila con un termo de café, curitas, una chompa y una toalla —debidamente embolsadas para evitar la humedad—. Nadie sino yo sabía de los alucinados planes de Jonás; parte de su idea de hacer de noche el viaje era la de evitar a los curiosos (conocemos bien a los curiosos; no hacen "hola" con la mano; no gritan "buen viaje". Insultan, se burlan, hacen pingas enormes levantando ambos brazos; tiran piedras).

Una foto antes de la partida: Jonás levanta un remo con su brazo izquierdo, el derecho se apoya en una pared de barro seco y cantos rodados que es a veces también lecho del río, pero no hoy que se deja tocar. La cámara es barata, se perderán los detalles: el pañuelo atado a la frente, el lapicero en el bolsillo —¿pensaría tomar notas?—, el reloj sumergible. La fotografía será sólo el bulto negro de Jonás claramente recortado contra un cielo rosa.


Pedro Pérez del Solar
gambito Lunes, 19 Septiembre 2005 20:23


Cuento de terror
A Fernando Iwasaki

Me desperté afeitado.


Andrés Neuman

gambito Lunes, 19 Septiembre 2005 19:42


La felicidad
Me llamo Marcos. Siempre he querido ser Cristóbal.
No me refiero a llamarme Cristóbal. Cristóbal es mi amigo; iba a decir el mejor, pero diré que el único.
Gabriela es mi mujer. Ella me quiere mucho y se acuesta con Cristóbal.
Él es inteligente, seguro de sí mismo y un ágil bailarín. También monta a caballo. Domina la gramática latina. Cocina para las mujeres; luego se las almuerza. Yo diría que Gabriela es su plato predilecto.
Algún desprevenido podrá pensar que mi mujer me traiciona: nada más lejos. Siempre he querido ser Cristóbal, pero no vivo cruzado de brazos. Ensayo no ser Marcos. Tomo clases de baile, repaso mis manuales de estudiante. Sé bien que mi mujer me adora. Y es tanta su adoración, que la pobre se acuesta con él, con el hombre que yo quisiera ser. Entre los fornidos brazos de Cristóbal, mi Gabriela me aguarda ansiosa con los brazos abiertos.
A mí me colma de gozo semejante paciencia. Ojalá mi esmero esté a la altura de sus esperanzas y algún día, pronto, nos llegue el momento. Ese momento de amor inquebrantable que ella tanto ha preparado, engañando a Cristóbal, acostumbrándose a su cuerpo, a su carácter y sus gustos, para estar lo más cómoda y feliz posible cuando yo sea como él y lo dejemos solo.

Andrés Neuman
Autor de libros como El que espera, El último minuto, Bariloche y otros más.
http://www.andresneuman.com

gambito Lunes, 19 Septiembre 2005 19:33


Crueldad del ajedrez
El ajedrez es, como se sabe, un juego cruel. Su mayor crueldad reside en que el rey no tiene amigos.

Instalado en estrecho territorio, resignado a movimientos mediocres y determinados por otros, el triste monarca está rodeado sólo de vasallos, cortesanos, máquinas de guerra y adversarios. Y una dama demasiado poderosa.

La mayor parte del tiempo el rey se limita a observar cómo van cayendo todos, hasta quedar desguarnecido. Rara vez es artífice de una victoria. La derrota, en cambio, le es imputable siempre.

Pobre rey de palo. Cuánto daría por tener alguien con quién tomarse un café, echarse un conversadito y, eventualmente, jugar ajedrez.

Carlos Herrera
(De Crueldad del Ajedrez, 1999)

gambito Lunes, 19 Septiembre 2005 00:01


El hombre que amaba a las mujeres
A los quince años de edad, se sonrojaba violentamente cuando alguien le preguntaba por qué no tenía novia. Cuando cumplió los veintidós, le sugirieron con suma amibilidad que se consiguiera una amiga para los fines de semana, alguien con quien descargar sus penas, y él se encogió de hombros con cierta indiferencia forzada. Diez años después, en una reunión de ex–alumnos universitarios a la que todos asistieron con sus esposas, algún despistado quiso saber si ya había conocido al “hombre de su vida”, comentario que le arrancó una sonrisa despectiva y terminó de destruir, con una facilidad impresionante, una de las pocas amistades que le quedaban. El día de su cumpleaños número treinta y siete visitó por primera vez a un psicoanalista, pero el hombre, un estafador de lentes redondos y barbita de chivo, profirió tales obscenidades acerca de su madre que no le quedaron ganas de regresar a su consulta. Había cumplido los cuarenta y nueve cuando la última mujer se le ofreció como acompañante, y luego de rechazarla cortésmente como a las ochenta y siete anteriores, supo que lo esperaba un porvenir dorado. Entre los cincuenta y los sesenta no hubo incidentes desagradables. Un día, rozando ya una vejez cierta, la morena de bonitas piernas que le vendía los cigarrillos en la tienda de la esquina se lo quedó mirando largo rato, pero no se atrevió a decir una palabra. Tiempo después enfermó gravemente y, aunque la recuperación fue absoluta, ya no se le vio salir a la calle. Postrado en su lecho, pensaba diariamente en la posibilidad de fingirse muerto para evitar, con absoluta seguridad, la segunda posibilidad mucho más disparatada de que alguien – una turista perdida, una loca suelta – tocara la puerta de su casa y él tuviera que saber que allí estaba ella. No hay motivos para pensar que su muerte fuera dolorosa. Lo encontraron con las manos sobre el pecho y una sonrisa de felicidad cuya causa sigue siendo inexplicable. A su funeral asistieron dos o tres amigos fieles, tres o cuatro primos que reaparecían después de medio siglo y una cantidad bastante respetable de mujeres medianamente guapas que lloraron más por ellas mismas que por el responsable de la ceremonia.

Luis Hernán Castañeda
Autor de la novela Casa de Islandia
gambito Domingo, 18 Septiembre 2005 04:09


El salón de los muertos

Andrés Trapiello ha conseguido que todo el mundo sepa que en las casas antiguas había un Salón Chino, un Salón Pompeyano, un Salón de Baile, otro de Retratos y un salón que llamaban de Pasos Perdidos y que comunicaba con todos los demás. Sin embargo, en la casa limeña de mi abuela había un salón inquietante y distinto: el Salón de los Muertos, donde velaban a nuestros familiares a medida que iban muriendo. Y una noche de 1970, cuando tenía ocho años, me obligaron a dormir ahí.
Durante la promoción de Ajuar funerario, mi último libro de microrrelatos de terror, los periodistas querían saber cuánto de Poe, Lovecraft o Hoffmann crepitaba en aquellas historias, pero yo traté en vano de hacerles ver que fueron las historias de la casa de mi abuela las que me prepararon para leer a Poe, Lovecraft y Hoffmann. Ahora les hablaré de aquella casa, que por cierto fue demolida y actualmente es un bingo.
Era un caserón antiguo, con huerta y corrales para animales, de altos techos y corredores largos, donde las habitaciones clausuradas de los tíos muertos le daban un aire de mausoleo. Mi hermano mayor y yo no podíamos correr de noche por el jardín, porque podíamos encontrarnos con el espíritu irritado de nuestra bisabuela. Tampoco podíamos jugar en un patio interior porque una cruz en el suelo señalaba el lugar donde había muerto una niña mientras saltaba a la soga. En la huerta se le había aparecido el diablo a un chico que fue despedido por ratero, y una puerta medio chamuscada era la prueba del manotazo satánico. Nunca nos acercamos a esa esquina del patio, y especialmente porque el tío Daniel era médico y en aquel cuarto guardaba las calaveras que utilizaba cuando era estudiante.
Abuela vivía con dos hermanas solteras que le hacían la vida imposible a mi abuelo, y con una criada llamada Guillermina, que era en realidad quien mandaba en aquel caserón. Guillermina decía que curaba el mal de ojo, degollaba a las gallinas que almorzábamos los domingos entre mil remordimientos y era la encargada de vestir a los muertos antes de los velatorios. Guillermina se reía cuando mi abuela y mis tías la reñían, y las amenazaba con enterrarlas sin calzón. «Acuérdese que yo la tengo que amortajar, señorita Merce», se reía Guillermina con su carcajada de bruja, y yo me acordaba de «La momia» de Boris Karloff y me negaba a besar a mi tía Merce.
En Ajuar funerario resuenan los ecos de Borges, Quiroga y Maupassant; pero también pululan por ahí el corredor de los cuartos de los tíos muertos, el fantasma irascible de mi bisabuela, la risa heladora de Guillermina, el crucifijo sangriento de la cómoda de mi abuela y aquel Salón de los Muertos donde pasé una noche siniestra de 1970. Abuela estaba muy grave y mamá nos llevó a Lima porque entonces vivíamos en Arequipa, una ciudad de volcanes al sur del país. Mi hermano mayor y yo nos sentimos aterrados en cuanto supimos que nuestras camas se habían preparado en el Salón de los Muertos. «No se les ocurra salir –nos amenazó Guillermina- que esta noche los fantasmas de la casa están hirviendo». Había un cuadro tiznado del Corazón de Jesús, una foto de la niña que se desnucó saltando soga y hasta los cirios con las velas del último velatorio.
Ignoro por qué abuela tenía la curiosa costumbre de contarnos cuentos de terror cada vez que la visitábamos, mas así descubrimos cómo era la soledad de los niños ahogados, el sufrimiento de las ánimas benditas y el castigo eterno de los niños desobedientes. Hoy sé que sólo se trataba de embustes, pero entonces jamás puse en duda que al infierno te podías ir por dormir con la luz prendida, por coger más galletas de la cuenta o por no persignarte al pasar delante de una iglesia. ¡Qué oscuro estaba ese cuarto donde nos habían encerrado! ¿Y si encendíamos las velas? Mejor no, le rogué a mi hermano, porque abuela nos había dicho que las velas de los velatorios atraían a los muertos que habían sido velados con ellas.
Una cosa es el realismo mágico y otra muy distinta la pedagogía teratológica. Pavlov educó a su perro con el condicionamiento clásico, pero yo fui un niño educado con el condicionamiento terrorífico. Si mentía, le apretaba la corona de espinas al Cristo de la cómoda. Si no rezaba, atormentaba a las ánimas del purgatorio. Si decía una mala palabra, podía venir el diablo para abofetearme. Por eso en Lima había tantos terremotos: demasiados pecadores, demasiadas ofensas, demasiados barrabases. Una vez nos pilló un temblor en casa de abuela y jamás olvidaré cómo fuimos obligados a ponernos de rodillas para rezar a gritos: «¡Aplaca Señor tu ira, tu venganza y tu rencor!». Todos esos terrores seguían vagando por mi memoria hasta que los convertí en las perlas negras de Ajuar funerario.
La literatura de horror puede llegar a ser opresiva, pero los recuerdos inquietantes de la infancia son los peores. El niño que fuimos sigue sintiendo miedo y sólo hace falta rasgar el velo, tocar la tecla precisa o hundir el bisturí en el cuerpo adecuado. Todos conservamos en la penumbra del inconsciente una pesadilla, un temor, una culpa o un presentimiento, que -como los perros de Tíndalos- son capaces de olernos y de correr hacia nosotros desde los pantanos más profundos de nuestra memoria. Escribí Ajuar funerario cuando comprendí que a veces sueño que nunca salí del Salón de los Muertos de la casa de mi abuela.
Un periodista me preguntó si los microrrelatos de Ajuar funerario son pastillas para el miedo. No. En realidad son supositorios de terror.

Fernando Iwasaki (Sobre su libro Ajuar funerario)

gambito Sábado, 17 Septiembre 2005 01:04


Vista al vacío

UN ÁNGULO PRODIGIOSO me permitía rozarlo con la mirada y hacerlo pieza cardinal de mi vida. Yo lo observaba con mis prismáticos desde el balcón. Solamente una barrera de aire, setenta metros de oxígeno y nitrógeno, nos apartaban del placer carnal. Lo miraba por las mañanas, cuando se dirigía desnudo al cuarto de baño. Imaginaba su cuerpo impregnado de agua, mojado de los pies a la cabeza. No lo podía ver en el acto por culpa de una muralla de cemento y ladrillos, pero con los ojos abiertos lo soñaba lavándose entero. Me veía con él en la ducha, besando su película cobriza hasta que el agua se helaba y nuestro cuero se convertía en un pergamino jadeante. Lo observaba cuando el sol se ocultaba, regresando de la calle e indagando si tenía algún mensaje grabado, viendo televisión, cocinando. Por las noches siempre hacía el amor. Lunes y miércoles los consagraba a la trigueña; martes y jueves a la pelirroja. El viernes estaba dispuesto para las conquistas pasajeras, sin preguntas ni compromisos, solamente sudor y el más puro cinismo. Los sábados o domingos, dependiendo de su estado de ánimo, fotografiaba a una pareja de lesbianas que compartía sus pasiones ocultas, y si no, sencillamente se tendía en el sofá. Y yo lo espiaba desde mi balcón, hermanada a los prismáticos. Hasta que una mañana neblinosa lo vi contestar el teléfono y acalorarse, colgar el auricular con agobio. No pude sujetar el llanto en el momento que cerró las persianas. Pero luego, cuando adiviné que ya no retornaría a casa, empecé la crianza del cuervo que finalmente me picoteó los ojos.

©Salvador Luis
De Miscelánea o el libro geminiano (inédito), 2002.
www.salvadorluis.net

gambito Viernes, 16 Septiembre 2005 18:27

La almohada
UNA NOCHE QUE no podía dormir mamá me puso «Viaje al centro de la Tierra» debajo de la almohada, y me dijo que si me dormía rápido soñaría con esas aventuras. Y como aquella noche soñé que descendí hasta el centro de la Tierra, desde entonces nunca dejé de colocar debajo de mi almohada los libros, cómics y revistas con los que deseaba soñar. Cuando entré en la universidad descubrí encantado que el truco también funcionaba con los apuntes, los videos y las fotos de mis compañeras. Así me gradué con honores, gané dinero y conseguí todo lo que me propuse, hasta esta noche en que mi esposa me ha amenazado con dejarme si no tiro a la basura mi vieja almohada de cuando era chico. Al menos he logrado que duerma con ella hasta mañana, para que descubra por qué me gusta tanto.
No se imagina lo que he puesto debajo.

© Fernando Iwasaki Cauti


gambito Jueves, 15 Septiembre 2005 17:26


Lenguaje
El rey pretendía comunicarse con su dios para interrogarle por el amor de la reina. No obstante, para lograrlo, él tenía que aprender primero el lenguaje divino, y solo la reina se lo podía enseñar.
©Ricardo Sumalavia

(De Enciclopedia mínima, 2004)

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